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Un espectáculo fantástico, Ojeda... Al principio sólo se siente frío en los pies; luego sube y sube el maldito entre el pantalón y la pierna, y a los pocos momentos cree uno que va calzado con polainas de hielo... ¡Y qué «paisajes se ven en esas profundidades! Evocaba Isidro el recuerdo de los enormes cuartos de buey rojos y amarillos, con la grasa congelada de su goteo formando estalactitas.

Julio veía llegar á su amada á la luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron definitivamente el jardín.

Todos ya «en buen amor y compaña» descansan, se calientan, hablan, comen; se acaba el día, duermen, amanece el siguiente, claro, sereno y radiante de sol, y se vuelven los ocho a Provedaño por encima de la nieve congelada, como si nada hubiera sucedido. Todo esto, narrado por Neluco minuciosamente, tenía que oír.

Las industrias de la Argentina guardan íntima relación con sus productos. La exportación de carne y de ganado ha alcanzado gigantescas proporciones habiendo llegado la Argentina a ser el país que más carne congelada exporta a Europa. Para la conservación y preparación de la carne existen gran número de frigoríficos. También se exportan cueros y pieles.

Era una especie de máscara; ó mejor dicho, era la calma congelada de las facciones de una mujer ya muerta, y esta triste semejanza se debía á la circunstancia de que Ester estaba en realidad muerta, en lo concerniente á poder reclamar alguna simpatía ó afecto, y á que ella se había segregado por completo del mundo con el cual parecía que aún se mezclaba.

En cada cajoncito, nos colocamos dos viajeros, en otros nuestros equipajes; y cada cajoncito, arrastrado por un caballo, empezó á resbalar con trabajo por aquella carreta henchida de nieve. A derecha é izquierda lienzos de grandísimo espesor de nieve congelada amenazaban cubrirnos de un momento á otro: cuatrocientos hombres con hachas, tendidos á lo largo del camino, iban abriéndonos paso.

Se diría que madre é hija estaban comunicando su calor vital á la naturaleza medio congelada del joven eclesiástico. Los tres formaban una cadena eléctrica. ¡Ministro! susurró la pequeña Perla. ¿Qué deseas decir, niña? le preguntó el Sr. Dimmesdale. ¿Quieres estar aquí mañana al mediodía con mi madre y conmigo? preguntó Perla.

¿Se habían modificado sus ideas en el curso de aquel paseo sentimental? ¿Ponía ya a un lado sus prejuicios? ¿Había pasado la barrera de los vanos escrúpulos? ¿Se iba a declarar pretendiente de aquella manita demasiado llena de oro? No, seguramente. Entonces... ¡Bah! ¿Qué importaba? ¡Qué tonta es la señora Razón congelada en sus principios e incapaz de comprender... lo incomprensible!

Antes de morir me confió para usted un mensaje: que le perdonase por no haberse casado, que la había querido siempre y que moría en el amor a usted. Estas fueron sus últimas palabras. Unos instantes de estupor. Felicita quedó como congelada, yerta. Perdió voluntad y continencia.