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La nueva del fracaso completo de aquella otra expedición costosa enviada á las Indias, derrotada en Puerto-Rico, en Chagres, en Tierra firme, deshecha al fin sobre la isla de Pinos por la armada española de D. Bernardino de Avellaneda; la jornada que, según Pérez, había de llenar las arcas de Inglaterra con los tesoros de Felipe II, y que en la realidad costó la vida de los dos caudillos de mar más populares, sin mención del desastre, impresionó á la Reina contra el consejero insistente, en quien Lord Cobhan, Sir Robert Cecil y Henri Brook descargaban el peso de la responsabilidad, ya que contra su parecer se hizo.

Mientras el primero, deseoso de fama, procuraba el principio de una campaña ofensiva contra Felipe II, en estrecha unión con Francia, Cecil quería medir la asistencia que se diera á Enrique IV, por las ventajas positivas que produjera á cambio; y como precisamente por entonces, casi vencida la Liga, había abjurado el Príncipe de Bearne, aspirando á concluir con la conquista de la opinión lo que no había logrado del todo con las conquistas de las armas, Burghley pensaba no haber razón que aconsejara otros procedimientos que los apropiados á entretener la guerra en Francia y en los Países Bajos, alejándola de Inglaterra.

El Conde de Essex, joven, impetuoso, popular, favorito de la Reina Isabel, en asuntos de gobierno tenía balanceada la influencia por la circunspección de los Consejos del lord Tesorero Cecil, barón de Burghley, antiguo y experimentado Ministro.

Vanos fueron los supremos esfuerzos de Pérez para impedirlo: por más que participara al Embajador de Inglaterra cuanto en la corte se pensaba, y en su ayuda vinieran á París Sir Robert Cecil y Justino de Nassau, como fracasara por entonces el Conde de Essex en la segunda jornada contra los galeones de la plata y no compensara el daño que pudo hacer en las Azores durante el verano de 1597 , los gastos y averías del armamento, el disgusto de la Reina Isabel y de sus consejeros, que daba mayor tirantez á las relaciones, vino á hacer irrevocable la resolución de Enrique IV; y lo que el intrigante consejero consiguió tan sólo, resistiéndola indiscretamente, fué que, descubiertos los manejos, le fuera cerrada la Cámara del Rey .

Antes de desembarcar en la isla, recibió carta del Conde de Devonshire haciéndole saber que el Rey no le acordaba licencia de entrar en sus Estados por tener de él muy mala opinión y merecer á lord Cecil odio y desprecio . No había motivo para tenerse por lisonjeado; no se dió tampoco por entendido: con la atrevida inconsideración genial puso pie en tierra, avanzando hasta Canterbury, desde cuya ciudad escribió al Rey larga carta en latín, manifestando la extrañeza que le había causado recibir una orden inusitada en vez de los favores que se le habían hecho esperar.

La Reina de Inglaterra, siguiendo los consejos de los Cecil, padre é hijo, contrarios siempre á los del Conde de Essex, había negado á Enrique IV la cooperación activa en la guerra, y este Rey insinuó por medio de Embajador especial que, no contando más que con los recursos propios, se vería en la precisión de aceptar paz honrosa con España.

Con el Embajador Zúñiga y con el Condestable de Castilla, contaba á ciencia cierta que habían de encarecer el valor de su intervención en el tratado de paces, porque se le acordara siquiera domiciliarse en Flandes al lado del segundo; por el lado del Embajador de Inglaterra, Tomás Parry, se había provisto de cartas para Cecil. Completamente equivocado el Sr.

Hay pruebas fehacientes de la inexactitud de tal relato: podrían muy bien, los que de veras se interesaban por la suerte del emigrado, hacerle indicación de no ser su proceder el más á propósito para alcanzar el olvido de los anteriores; porque ello es que al tiempo mismo en que solicitaba con empeño y amenaza lo que creía pertenecerle, pasaba por Consejero oficial del Rey de Francia; continuaba siendo confidente secreto del de Inglaterra, dando á los Embajadores Winwood y Parry avisos que ellos transmitían al Secretario de Estado Cecil , y seguía reuniendo en su casa el foco de la conspiración de los refugiados enemigos de España.

Una estrella de la política francesa, que alboreaba justamente en el ocaso de ésta española, trazó en pocos rasgos, con alguna pasión y poca exactitud, juicio que agregar al de los coetáneos lord Cecil, de Inglaterra; Villeroy, de Francia; el Conde de Miranda y el Comendador mayor de León, de España.

Antonio Pérez al Conde de Essex. Otra más provechosa entrevista con la Princesa Catalina servía para preguntarle si se daría por satisfecho con un Obispado como el de Burdeos, por ejemplo, que valía 7.000 escudos anuales, con el número de beneficios eclesiásticos suficientes para sostener la dignidad de Cardenal, y con una guardia de seis ú ocho suizos que desvanecería todo recelo de atentado contra su persona , mientras de la parte de allá le anunciaban las cartas del Conde de Essex que, vencida por voluntad de la Reina la oposición de los Cecil, estaba resuelto y en vías de preparación el envío de una escuadra inglesa á las Indias, y el de la expedición contra Cádiz .