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Al día siguiente recogía del mismo sitio la contestación, valiéndole tan largos paseos, y sobre todo el agrado con que prestaba su servicio, alguna cajetilla del estanco que Pepe le daba, y a veces un café con media tostada, que le hacía relamerse de gusto. El cariño de la enamorada pareja y la angustiosa situación de Pepe crecieron a la par.

El grupo de los de la idea, abandonando el cuenco limpio ya de gazpacho, vino a sentarse en el suelo, en torno de Salvatierra. Gravemente, enrollaban sus cigarros, como si esta operación absorbiese por completo su pensamiento. El tabaco era su única voluptuosidad, y tenían que calcular la duración de la pobre cajetilla durante toda la semana.

Pica de él si quieres. Muchas gracias respondió Antonio, rechazándolo. Velázquez lo miró con sorpresa. ¿Es que no tienes cuchillo? tengo... pero no gasto ese tabaco... fumo de cajetilla... balbució torpemente. ¡Allá ! profirió el majo alzando los hombros. Y con toda calma se puso á picar, mientras el otro sacaba un pitillo hecho y lo encendía. Hubo largo silencio.

El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya; los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado.

Sentíase inclinado a creer en la metempsicosis y era capaz de fumarse en media hora una cajetilla de treinta y cinco si Barragán se la hubiera dado, que no se la daba. Sin embargo, cada lección podía costarle bien de tres a cuatro cigarrillos. Por fin Barragán cayó en el espiritismo.

Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién gastaba un cuarto más o menos.

Poco a poco, la pensión entera fue emborrachándose y enterneciéndose, y, al cabo de una hora, todo el mundo lloraba allí a lágrima viva. ¿Bondad? ¿Vino? ¿Música? ¿Estupidez?... Yo lo que es que cogí mi corbata, mi cajetilla, mi tomo de Schiller, mis tirantes y mi grupo escultórico de Psiquis y el Amor y que desaparecí. Aquel ambiente tan tierno me parecía indigno del centro de Europa.

En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de cigarros. «¿También fumas, cochinazahabríale preguntado Rosalía, si hubiera podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo la cajetilla, y no dijo nada. Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el velador.

No, yo no te hago ese disfavor... para que veas. Tengo la seguridad de que arrastrada y todo como eres, loca y sin pizca de juicio, tus faltas nacen del amor y no del interés; y los mismos disparates que haces por un hombre poderoso, que te da grandes cantidades, lo harías si fuera un pobre pelagatos y tuvieras que comprarle a él una cajetilla».

Sobre una mesa estaban los regalos que unos huéspedes se hacían a otros. A me habían regalado una corbata de siete colores, una cajetilla de sesenta «pfening», un tomo de poesías de Schiller, unos tirantes y un grupo escultórico en escayola, que representaba Psiquis y el Amor. Llegó la hora solemne.