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Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia, mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendía estampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y torraos.

Un vaso de horchata helada de chufas estaba en medio, y ambos metían dentro la cuchara, tragándose él con delicia cuanto salía, mirándole ella con plácida sonrisa y mojando apenas su cuchara, como si le dejase a él saborear a sus anchas la golosina y le bastase a ella saborear la dicha inmensa de ser aquel un obsequio del hijo de su alma.

No era el de todas las noches: también él olía a chufas, y varias veces sus ojos, apartándose de la masa, se encontraron con la mirada bizca y socarrona del tirano. De él podía decir cuanto quisiera: estaba acostumbrado; ¿pero hablar de su novia?... ¡Cristo!... El trabajo resultaba aquella noche más lento y fatigoso.

Un domingo por la noche, Tono llegó muy alegre al horno. Había merendado en la playa; sus ojos tenían un jaspeado sanguinolento, y al respirar lo impregnaba todo de ese hedor de chufas que delata una pesada digestión de vino. ¡Gran noticia! Había visto en un merendero al Menut, a aquel ganso que tenía delante. Iba con su novia: una gran chica. ¡Vaya con el gusano tísico! Bien había sabido escoger.

Y para que ni un instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un jardinillo bien murado y resguardado por dos negros colosales y una jauría de perros bravos. Pero fíese usted de murallas como las de Pekín, en gigantes como Polifemo y en canes como el Cerbero, y estará más fresco que una horchata de chufas.

Ya estaba allí la representación de las dos vegas: la de la izquierda del río, la de las cuatro acequias, la que encierra la huerta de Ruzafa con sus caminos de frondoso follaje que van á extinguirse en los límites del lago de la Albufera, y la vega de la derecha del Turia, la poética, la de las fresas de Benimaclet, las chufas de Alboraya y los jardines siempre exuberantes de flores.

Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes. «¿Y cuál es preguntó Jacinta deseosa de instruirse el árbol de las chufas?».

Algunas aristócratas del comercio pregonaban a gañote tendido «agua y azucarillos, bellotas como castañas, chufas, cacahuetes», y algunos otros artículos de entretenimiento, para los estómagos desocupados.

Juan no supo contestar, porque tampoco él sabía de dónde diablos salían las chufas. Valencia se aproximaba ya. En el vagón entraron algunas personas; pero los esposos no dejaron la ventanilla. A ratos se veía el mar, tan azul, tan azul, que la retina padecía el engaño de ver verde el cielo.

Las mañanas de invierno compraban buñuelos, las tardes de verano chufas, y en todo tiempo alfeñique, mojama, garrofa o caramelos de a ochavo; pero su verdadera delicia consistía en repartirse una cajetilla de pitillos, sin que jamás llegasen a reñir sobre quién gastaba un cuarto más o menos.