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Por último, todo ese paisaje esplendente se ve encuadrado por las montañas de la Sierra-Nevada, donde en la cima de los anfiteatros de colinas y planos inclinados, y sobre inmensos pedestales abruptos de granito y mármol se destaca, como el lomo fulgurante de un mar de plata, el cordon de eminencias coronadas de nieve perpetua, que parece estar enviándole á la Europa los reflejos del sol abrasador de África.... En uno de esos anfiteatros de cerros se nota el del Suspiro del Moro, desde cuya cima dicen que el vencido Boabdil lanzó la última mirada y el postrer adiós á la gentil Granada, ya conquistada por las huestes de Isabel y Fernando....

Fué en esa altura estupenda donde tremoló por primera vez el estandarte de los reyes católicos, el 2 de enero de 1492, para anunciar á todos los habitantes de la Vega que el reinado de Boabdil habia terminado. Renuncio á la pretension de revelar las hondas emociones que me dominaron durante la contemplacion de aquel espectáculo admirable.

Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano del año cuarenta al cincuenta. decía Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una melopea pegajosa y simpática, algo parecida a canto de nodriza. Y decían también, esto con más energía: ¡Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc. Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía por romanticismo.

Esta pava clandestina es la pava por excelencia, especialmente en el invierno. Todo duerme en la ciudad de Boabdil, menos la campana de la Vela y las sonoras fuentes de los patios. El alumbrado público se apagó á las doce. Por la calle sólo pasan otros novios que van ó vuelven. Pegado á una reja que casi linda con el suelo hay un fantasma con capa y hongo.

Aquí está la «sala de los Abencerrajesallí la de «las Sultanas»; aún ladoel patio de los Leones»; al otro «el retrete de Boabdil»; en fin, todos los primores de la Alhambra y los recuerdos de Granada y de la gentil dominacion morisca.

Cita en primer lugar a Santiago, quien sin dejar de ser apóstol más acuchilla a los moros, que les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de la Vera, que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y que en el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas teológicas, y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra ellos para acabar de convertirlos; y cita, por último, al hidalgo vizcaíno D. Íñigo de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él, espada en mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en el alma por estilo tremendo.

Si es que nuestra miserable nación ha de emprender algún día el imposible de su libertad, aguarde a que los vencedores castellanos adolezcan de la misma enfermedad y corrupción que desmayó a los moros de Boabdil, y tomen este largo plazo, y conténtense o resígnense al menos con él, ya que no supieron, o no pudieron, o, por no lo decir, no quisieron defender su libertad y su independencia, dejando para un "mañana" incierto lo mejor que parecía en un "hoy" seguro de seguras y firmes esperanzas.

Prometílo así, y emparejamos con el baluarte de la puerta de hierro, por donde se dice que Boabdil salió huyendo de la furia de los caballeros Abencerrajes por la muerte de sus parientes.

Su tipo es la frescura risueña. Allí falta la grandeza que caracterizó la Alhambra. Por eso, al salir de la antigua mansion de Don Pedro el Cruel, se siente pesado y desagradable el aire de la calle y se lleva una dulce impresion, pero no se experimenta esa tristeza que acompaña al viajero al alejarse de los sitios y los monumentos admirables de la vieja fortaleza de Boabdil.