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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con los ojos y parecía decirle: ¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte! A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo del mes de Septiembre. El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minas y las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza de Toros.

¡No digas eso, Miguel, por Dios! ¿ no sabes que sin picas no puede haber toros? ¿Pues? Porque irían enteritos a la muerte y quedaría todos los días algún diestro sobre la plaza. Debían defender los caballos, al menos, para que no anduvieran las tripas rodando por el suelo. ¡Ese es otro error! exclamó Enrique, a quien la discusión interesaba extremadamente.

La decoración de la casa social tenía «carácter», como decía don José: altos zócalos de azulejos árabes, y en las paredes, de inmaculada nitidez, vistosos carteles anunciadores de antiguas corridas, cabezas disecadas de toros famosos por el número de caballos que mataron o por haber herido a un torero célebre, capotes de lujo y estoques regalados por ciertos espadas al «cortarse la coleta» retirándose de la profesión.

¡Lástima, Miguelillo, que no tengas afición a los toros! le dijo cortando repentinamente el hilo de la conversación y mirándole fijamente con ojos compasivos. ¡Si vieras qué buenos ratos se pasan! Si suprimiesen la suerte de las picas, iría con gusto dijo Miguel con deseo de complacer a su primo, soltando una bocanada de humo.

Los días de toros baratos la obsequiaba rumbosamente antes de ir a la plaza, ofreciéndola unas cañas de manzanilla en La Campana o un café en la plaza Nueva. Este tiempo feliz no era ya mas que un pálido y grato recuerdo en la memoria de la pobre mujer.

Eran las cuatro y media de la tarde, y ya la plaza de toros, situada hácia el extremo sur de Aranjuez, estaba colmada de espectadores. Todas las clases sociales se habian aglomerado allí, pero por capas ó de piso en piso, segun los recursos pecuniarios.

Así pasa en los toros; pero aquí el presidente se vale de una campanilla. Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esa puertecilla? El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril ni telones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar se levanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

Don Rodrigo, el pretendiente despreciado por Inés, intenta vengarse de su rival; en una corrida de toros sálvale Don Alfonso la vida; pero este sentimiento de gratitud, que le debe en remuneración de su servicio, acrece aún más su ira; espíalo, pues, y saliendo de su emboscada, lo tiende muerto á sus pies.

Cuando la corrida era popular, bajaba a la arena la muchedumbre, atacando en masa al toro, hasta que conseguía derribarlo, rematándole a puñaladas. No existían las corridas de toros continuaba el doctor . Aquello eran cacerías de reses bravas... Bien considerado, la gente tenía otras ocupaciones y contaba con otras fiestas propias de la época, no necesitando perfeccionar esta diversión.

«Lunes 25 de Julio hubo otros toros en la Plaza de San Francisco á que asistió el Cabildo Eclesiástico y se estrenaron los escaños morados que para este efecto se hicieron y se puso el sitio alfombrado con las dos alfombras iguales y la colgadura fué de la verde, un paño de á tres y dos de á seis y tres escudos de las armas de la Iglesia repartidos en dichos paños; la almohada del señor Dean estuvo puesta siempre á los pies del escaño que ya no se aguarda á ver si la pone el Regente como se solía, sino desde luego se pone como en los demás tribunales

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