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Actualizado: 25 de junio de 2025
Al cabo de cinco minutos, el muchacho estaba sobre las rodillas del solterón y éste observaba que aquellos bracitos temblorosos que le estrechaban como á una postrera esperanza, eran la más sólida de las cadenas.
Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labios temblorosos. Fue a la alcoba y observó a su marido que dormía profundamente, pronunciando en su delirio opiáceo palabras amorosas entremezcladas con términos de farmacia: «Ídolo... De acetato de morfina, un centigramo... Cielo de mi vida... Clorhidrato de amoniaco, tres gramos... disuélvase...».
Avanzaron unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo.
Alargó su aristocrática mano con ademán digno de su tocayo Pedro el Grande de Rusia, y Josefina posó sobre ella sus labios temblorosos y se fue. No estaba muy conforme aquel varón excelso con que su esposa criase con tal mimo a una expósita, pero lo consentía porque lisonjeaba su vanidad. Amalia le había dicho, sabiendo dónde le dolía: Criarla para doméstica lo haría cualquiera en Lancia.
Los nervios de la antigua florista se desataron así que se vió a solas con su querido. Las palabras más soeces del repertorio de los cocheros de punto brotaron a sus labios temblorosos. Pateó, juró, rechinó los dientes, profirió mil estúpidas amenazas.
¡Miguel! ¡Perro! ¡Vén si te atreves! gritaba Ruperto, avanzando un paso hacia el grupo de sus temblorosos enemigos. ¡Miguel! ¡bastardo! La respuesta se la dio el agudo grito de una mujer. ¡Muerto, Dios mío! ¡Ha muerto! ¡Muerto! vociferó Ruperto. ¡Ah, el golpe fue más certero de lo que yo creía! y lanzó una carcajada triunfante. ¡Abajo esas armas, vosotros! ¡Ahora soy vuestro amo! ¡Abajo, digo!
La masa de sus cabellos se iría desprendiendo de ella cayendo al cabo en el fondo del ataúd como un montón de barreduras, la piel se huiría dejando al descubierto blanca como la porcelana la tapa del cerebro. ¿Cómo quedarían sus manos? ¡Ah! sus pobres dedos, aquellos dedos que tantas veces habían acariciado las sortijas de tus cabellos de ébano, que oprimieron las rosas de tus mejillas y humildes y temblorosos buscaban los tuyos en la obscuridad, servirían durante algunos días de festín a una legión de gusanos y serían pronto objeto de horror aun para ti misma, hermosa, si los vieses...
Primero se vio hacia la parte de los cerros, ocupados por los liberales, el humo de un fogonazo que rastreó como una nubecilla, y sonó un estampido: luego se oyó otro, y luego muchos más, hasta quedar las colinas cubiertas de un nublado espeso que tardaba largo rato en disiparse, mientras las cavidades de los montes devolvían en ecos temblorosos y roncos el tronar de la artillería.
Maquinalmente tradujo palabra por palabra las señales cabalísticas marcadas en el rollo de papel, y las transcribió en el libro: «Señorita... el hombre... con quien... va usted a... casarse... es mi... esposo... ante la ley... inglesa...» La pluma se detuvo en los dedos temblorosos de la empleada. ¡Imposible! No podía ser esa la traducción...
Se deja estar tieso como una estaca y espera que ella le presente la boca y adelante los labios; entonces, por un instante, posa en ellos los suyos temblorosos y siente un leve estremecimiento en todo el cuerpo. Los dos se quedan uno al lado del otro, sonriendo tímidamente, con las mejillas encendidas.
Palabra del Dia
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