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Actualizado: 6 de julio de 2025


El escritorio del muerto era un pesado mueble anticuado, de roble tallado, y al abrir ella el primer cajón y sacar lo que contenía, acerqué dos sillas y me puse a ayudarle, con el fin de hacer un examen metódico y completo. Los papeles eran, en su mayoría, cartas de amigos y correspondencia con abogados y comisionistas de la City, que le hablaban sobre sus diferentes inversiones de dinero.

Salabert era un terrible sobrestante para sus operarios, un verdadero mayoral de ingenio. No los dejaba reposar: les exigía un cuidado incesante: jamás se le daba gusto en nada. Se trataba un día de trasladar cierto armario de ébano tallado, desde el salón que iba a ser de conversación, a la sala destinada a jugar.

Desde la puerta de salida hasta el edificio había una ancha avenida, orlada de palmeras en suave declive. A entrambos lados se extendía un bosque inmenso de naranjos. El jardín de la casa estaba ya tallado en la colina. Para subir a aquella había tres escalinatas adornadas con macetas.

El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar.

Aquí las soberbias telas, tan variadas y ricas que la Naturaleza misma no ofreciera mayor riqueza y variedad; allí las joyas que resplandecen, asombradas de su propio mérito, en los estuches negros...; más lejos ricas pieles, trapos sin fin, corbatas, chucherías que enamoran la vista por su extrañeza, objetos en que se adunan el arte inventor y la dócil industria, poniendo a contribución el oro, la plata, el níquel, el cuero de Rusia, la celuloide, la cornalina, el azabache, el ámbar, el latón, el caucho, el coral, el acero, el raso, el vidrio, el talco, la madreperla, el chagrín, la porcelana y hasta el cuerno...; después los comestibles finos, el jabalí colmilludo, la chocha y el faisán asados, cubiertos de su propio plumaje, con otras mil y mil cosas aperitivas que Isidora desconocía y la mayor parte de los transeúntes también...; más adelante los peregrinos muebles, las recamadas tapicerías, el ébano rasguñado por el marfil, el roble tallado a estilo feudal, el nogal hecho encaje, las majestuosas camas de matrimonio, y por último, bronces, cerámicas, relojes, ánforas, candelabros y otros prodigios sin número que parecen soñados, según son de raros y bonitos.

La escasa erudición de Isidora no le permitía saber si aquellas señoras eran de la Mitología o de dónde eran; pero la circunstancia de hallarse algunas de ellas bastante ligeras de vestido le indujo a creer que eran Diosas o cosa tal. ¡Y qué bonito el armario de tallado roble, todo lleno de libros iguales, doraditos, que mostraban en la pureza de sus pieles rojas y negras no haber sido jamás leídos! «Pero ¿qué harán en los rincones aquellos dos señores flacos? ¡Ah!

El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, según el gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casi perdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficiente luz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredes que, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecer de una manera extraña y descompuesta las figuras de los cuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á cierta distancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantástico y siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual no se veía de una manera determinada más que el plano de la mesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectaba una sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo de la duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendo en silencio y con una atención gravísima.

En España habían mandado también los romanos; pero los moros vinieron luego a conquistar, y fabricaron aquellos templos suyos que llaman mezquitas, y aquellos palacios que parecen cosa de sueño, como si ya no se viviese en el mundo, sino en otro mundo de encaje y de flores: las puertas eran pequeñas, pero con tantos arcos que parecían grandes: las columnas delgadas sostenían los arcos de herradura, que acababan en pico, como abriéndose para ir al cielo: el techo era de madera fina, pero todo tallado, con sus letras moras y sus cabezas de caballos: las paredes estaban cubiertas de dibujos, lo mismo que una alfombra: en los patios de mármol había laureles y fuentes: parecían como el tejido de un velo aquellos balcones.

Había, en efecto, en un rincón del boudoir, una preciosa arquilla, obra acabadísima de marquetería italiana del siglo XVI, de ébano, tallado con ricas incrustaciones de carey, plata, jaspes y bronces.

Un techo de pino acasetonado, con altos relieves en sus vanos, sostenido sobre un ancho friso de la escuela de Berruguete, así como una escalera de mármol con rica balaustrada del género gótico florido, parecían demandar otras paredes y otro pavimento, menos pobres, menos rudos; un enorme farol colgado del centro del techo, otro farol más pequeño pendiente de un pescante de hierro y que compartía su luz entre un nicho en que había un Ecce-homo de madera, de no mala ejecución, y un enorme escudo de armas tallado y pintado en madera; seis hachas de cera, sujetas á ambos lados en la balaustrada de la escalera, y otro farol pendiente del centro del techo de la escalera al fondo, eran las luces que iluminaban el zaguán, y dejaban ver las gentes que en él había.

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