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Actualizado: 1 de junio de 2025


Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre.

No me gustan los acompañamientos... y más por esos sitios... ¿No ve usted que todo el mundo me conoce, y se reirían al verme con un señorito? Andrés dijo que al primero que se riese le rompería la cabeza. Rosa sostuvo que no había motivo, que cada cual podía reírse cuando bien le antojara. La fuente estaba un poco apartada del camino, en una hondonada sombreada de arbustos y zarzas.

Beatriz dijo que como tenía, a pesar de todo, cierta pena por la partida de su marido, no quería ir a la tertulia aquella noche; pero Inesita la animó, sostuvo que no había razón para no hacer lo que todas las otras noches, y al cabo logró de su hermana que fuese como de ordinario.

El catalán sostuvo con brío lo que había dicho; pero viendo que todos reíamos y que Cueto no respondía, se calló por algunos instantes, con señales de enojo. Villa comenzó a embromar a Eduardito. Al parecer, este lánguido mancebo estaba perdidamente enamorado de una vecina amiga de su madre y hermana, lo cual era causa de haber perdido el apetito casi enteramente.

Vea añadió, todo está aquí, a excepción de la parte que sacó el señor Blair, y abriendo uno de los macizos cofres, sostuvo en alto la linterna y desplegó ante mis ojos una colección tan variada de cálices, patenas y custodias de oro, vestiduras recubiertas de joyas y pedrería y magníficas alhajas, como nunca antes había visto igual.

Pues bien, yo te juro que eso no es cierto. Plutón no me ha llevado engañada: me caí yo y él me sostuvo, pero en vez de sacarme bajó conmigo por la chimenea. Dentro de la mina quiso aprovecharse, pero le salió caro, porque le di con la hoz en la cabeza y le tumbé en el suelo... Creí que le había matado; escapé por la mina y me perdí...

Roberto Vérod había temblado durante el relato, de dolor, de horror, de compasión, de remordimiento impotente, de odio mal contenido. Al oír la última palabra dio un paso adelante, y alzando el puño gritó: ¡Asesino! El Príncipe sostuvo su mirada, y dijo: Pegue usted. Así permanecieron los dos, frente a frente, durante un tiempo que ni uno ni otro habría podido después apreciar.

Por este tiempo una singular cuestión vino a complicar los negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de 16.000 extranjeros, el Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la libertad de cultos, y la parte más ilustrada del clero sostuvo y sancionó la ley; los conventos fueron secularizados y rentados los sacerdotes.

Velázquez quedó lívido, inmóvil; sus ojos se clavaron con extraña fijeza sobre los de la joven, que sostuvo fieramente la mirada. Pero haciendo un esfuerzo supremo sobre mismo soltó los brazos que tenía cogidos, dió un paso atrás y quedó de repente tranquilo, profundamente tranquilo. Hubo un instante de silencio en que ambos se contemplaron con intensa atención.

El padre se murió sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote que le exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como si tratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacar el cadáver de casa sostuvo una lucha frenética, espantosa, con los empleados fúnebres. Al fin se quedó solo; pero ¡qué soledad la suya!

Palabra del Dia

rigoleto

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