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Temiendo descubrir el secreto que sólo yo poseía, arriesgaba temblando y con reserva algunas preguntas sobre Carlos. Su nombre era desconocido; nadie había oído hablar de él; y en España, como en Londres, todo el mundo ignoraba que existiese Carlos Broschi. »Partí, al fin, cuando me sentí con fuerzas para soportar las fatigas del viaje.

No había visto á la señorita Margarita desde el instante de nuestra separación en la torre d'Elven. Cuando entré, estaba sola en el salón; al reconocerme hizo un movimiento involuntario como para levantarse, pero permaneció inmóvil y su fisonomía se coloreó repentinamente de una púrpura ardiente. Esta fué contagiosa, por que yo mismo sentí que me enrojecía hasta la frente.

Conduje al cura al jardín. ¡Pobre selva virgen! Me recordaba días tristes; sin embargo, sentí cierto placer recorriéndolo en todo sentido. Y luego, asediábame la mente el recuerdo de algunas horas deliciosas, recuerdo todavía encantador para mi, a pesar de la amargura de las decepciones que habían sucedido a un instante de felicidad.

La noche en que me irritaste con la furia de tus deseos, y yo me defendí estúpidamente, como si fueses un extraño, concentrando en tu persona el odio que me inspiran todos los hombres, esa noche lloré al verme sola en mi cama. Lloré pensando en que te había perdido para siempre, y al mismo tiempo me sentí satisfecha, porque así te librabas de mi influencia... Luego llegó Von Kramer.

Aquel desagradable suceso tomaba aspecto tan propicio, que me sentí enternecido y con ganas de besar la orla del vestido de doña Tula, como don Oscar había previsto cuando me habló de ella. Sin embargo, noté que Gloria continuaba grave y sombría, como había quedado así que se le pasó el susto.

Al pronunciar estas palabras, se acercó a la chimenea, consultó el reloj, y, haciendo un gesto de espanto, me dijo en voz baja: «Esta mañana, al despuntar el día, me sentí tan débil y abatido, que casi no podía levantarme. Llamé a mi ayuda de cámara, y acudió Yago, en lugar de aquél. ¿Qué tengo? le pregunté.

Lo cierto es que sentí un extremado enternecimiento al ver a mi lado a aquella hermosa criatura en todo el esplendor de la juventud, de la gracia y de la fuerza, y que debía ser mía. Rodeé con el brazo su talle, y, teniéndola muy cerca, le dije bajito: ¿Me ama usted?... ¡Yo la adoro!...

No, Gabriela; le dije, trémulo y sonrojado, estimo la confianza de usted; agradezco infinito la bondad con que usted me trata, la amabilidad con que me distingue... pero ¿qué decir de Linilla? ¿Que la amo con fraternal afecto? ¿Fraternal solamente? ¿Cómo a ? Sentí que me ahogaba la emoción.

La injusticia de mi actitud no veía más que injusticia acrecentaba el profundo disgusto de mismo. Por eso cuando , o más bien sentí, que las lágrimas salían al fin, me levanté con un violento chasquido de lengua. Yo creía que no íbamos a tener más escenas le dije paseándome. No me respondió, y agregué: Pero que sea ésta la última.

La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel hombre que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.