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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Cuando nos sentamos aceptando su invitación, él recogió su desteñido hábito carmesí y se sentó a nuestro lado. Le manifesté la sorpresa que me causaba encontrarlo allí, pero él se sonrió, y dijo: ¿Está usted decepcionado por no haber descubierto otra cosa?

Una vez que le miró bien de lejos, Fortunata, sin hacer maldito caso de persona tan respetable como su tía política, volvió a la sala, que ya estaba medio a oscuras, y se sentó en una silla. Todavía no se había quitado el manto, y parecía que iba a volver a la calle. Apoyada la mejilla en la mano, permaneció inmóvil como un cuarto de hora.

Hay que tenerle lástima. ¡Lástima, cuando es un sinvergüenza, un perdido, que deshonra a la familia! Un desgraciado, más bien, mamá replicó dulcemente la niña. Misia Gregoria se sentó.

Berbel estaba anonadada, inmovilizada por el terror; mas las últimas nubes no tardaron en huir de la caverna, desvaneciéndose en el azul infinito. Entonces Yégof penetró bruscamente en la cueva y se sentó cerca del manantial, con la cabeza entre las manos, los codos en las rodillas y contemplando con mirada huraña cómo hervía el agua.

Otra, finalmente, despertaba sonidos profundos y solemnes, como los del cañón, para pedir oraciones a los hombres y clemencia al cielo por el pecador difunto. Stein se sentó en el primer escalón de las gradillas del púlpito sostenido por un águila de mármol negro. Fray Gabriel se hincó de rodillas en las gradas de mármol del altar mayor.

Un poco más allá vió también una máquina rodante en figura de tigre, que había traído sin duda á este guerrero, y era guiada por otro de la misma clase, aunque de aspecto más modesto. El gigante se sentó en la arena lentamente, para no dañar con el movimiento de su cuerpo al enviado del gobierno.

Tomó, pues, una silla y se sentó con mucho reposo, apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y el coloquio durasen media hora, serían el andante de un dúo y harían más vivo y más grato el allegro que vendría después.

Maximiliano no se sentó, doña Lupe , y en el centro del sofá debajo del retrato, como para dar más austeridad al juicio. Repitió el «muy bien, Sr. D. Maximiliano» con retintín sarcástico. Por lo general, siempre que su tía le daba tratamiento, llamándole señor don, el pobre chico veía la nube del pedrisco sobre su cabeza.

Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer peldaño de la escalera. «Te digo que me atreveré...». ¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.

El señor Francisco Martínez Montiño. ¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera? , señora, espera la contestación. Hacedle entrar, madre Ignacia. Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir. Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.

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