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Actualizado: 24 de mayo de 2025
El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.
Se sentó en un banco y comenzó a considerar, con sangre fría, la situación. «¡Sobre todo, calma! se dijo . No hay motivos para alarmarse. ¡Que se vaya al diablo la muchacha! Tanto peor para ella si me toma por un espía. ¿Qué me importa a mí? No me conoce, ni los estudiantes tampoco. Ni siquiera han podido verme la cara, pues me he levantado el cuello del gabán.»
Hace tres días que no nos diriges la palabra... si continúas así, vas a perder la razón. ¿Qué quieres? replicó Roberto con un suspiro que se escapó de su pecho como un grito. Estoy tranquilo, completamente tranquilo. Volvió a dejar caer entre las manos su enmarañada cabeza y pareció sumergirse de nuevo en su meditación. El anciano se sentó a su lado y se puso a prodigarle buenas palabras.
Llegaron á la tienda y Miguel se introdujo en ella con la familiaridad de parroquiano, acomodándose en un rincón y batiendo las palmas para pedir vino. Velázquez se sentó frente á él, despojóse del sombrero y le miró sonriente y un poco acortado. Después se informó alegremente de su vida y le agasajó, procurando inspirarle confianza.
Por un instante sintiose a punto de perder el conocimiento, y a su turbación uníase, para hacerla más honda, el miedo de darla a conocer ridículamente. Se sentó; hizo firme propósito de serenarse. La endemoniada, balbuciente y atroz música de Augusto le rompía el cerebro.
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen.
Fortunata se sentó a su lado, dejando la mesa a medio poner y la comida a punto de quemarse. Maximiliano le dio muchos abrazos y besos, y ella estaba como aturdida... poco risueña en verdad, esparciendo miradas de un lado para otro. La generosidad de su amigo no le era indiferente, y contestó a los apretones de manos con otros no tan fuertes, y a las caricias de amor con otras de amistad.
Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz de piedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco de Paula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuenta de lo que pensaba.
Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra.
El Canónigo se sentó, y, apenas se hubo llevado a los dientes un grueso bocado de pernil, vio penetrar en la estancia a la madre de Ramiro. Parecía más animada que de costumbre.
Palabra del Dia
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