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Actualizado: 19 de junio de 2025


D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron: ¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós! El viejo seductor saludó visiblemente molestado.

Cuando se hizo cargo de lo que pasaba, se entristeció profundamente, mostrose serio lo mismo con su hija que con D. Laureano, andaba cabizbajo y mudo por la casa; pero no se atrevió a adoptar una resolución enérgica. Tan sólo una vez dijo a Concha que no le parecía bien la confianza que había tomado con Romadonga.

Pero en su afable sonrisa se advertía un leve matiz de duda, algo que decía: «Si no han venido aún las reyertas, vendrán, querido, no lo dude ustedLe confieso que tengo un disgusto, pero es de orden más inferior y más soportable. Acabo de saber que he quedado cesante. Romadonga se mostró sorprendido. Después procuró poner la cara triste adaptándose a las circunstancias.

Infundirles nueva vida, ¿verdad? dijo Carlota maliciosamente. ¡Eso es! repuso D. Laureano riendo. En aquel momento apareció en la puerta la arrogante figura de Concha. Oye , guasón, ¿qué te has figurao? ¿Piensas que voy a estar hasta que amanezca sola en esa alcoba? profirió sin dirigir el más leve saludo a la compañía, clavando su mirada colérica en Romadonga.

La pobre Concha cayó en sus brazos por generosa y amante, no por interesada. Fue una luna de miel. Romadonga, en la alegría de su conquista, se dejó arrastrar a mil delicadas atenciones, demostrando cerca de ella una asiduidad que rara vez había tenido con otras. Iba a su casa dos o tres veces al día; apenas salía de allí.

¡Un guindilla! Está bien. Tome usted dijo entregándole la navaja tranquilamente; luego, subiéndose el mantón y apretando el nudo del pañuelo, añadió: Lléveme usted a la cárcel. Y volviéndose a Romadonga en una actitud fría, desesperada, que inspiraba miedo y lástima al mismo tiempo, con terrible calma dijo: No tardaré en salir. Te juro por la salud de mi hijo que pronto tendrás noticias mías.

Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente puso las manos por delante. ¡No seas tan jindamón, hombre! profirió la chula con voz ronca, apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos, despreciativos. ¿No ves que soy una mujer?

Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid.

El rostro varonil, expresivo, de Romadonga se contraía con sonrisa mefistofélica al pronunciar estas palabras. Se había sentado; puso los codos sobre la mesa con su habitual libertad y enviaba columnas de humo al aire, revelando un estado de beatitud envidiable. Mario reía; pero en el fondo de su alma estaba inquieto y molesto, como siempre que don Laureano hablaba delante de su esposa.

Este hombre privilegiado, semejante a un dios, no podía ser otro que don Laureano Romadonga. Iba acompañado de una joven con mantón y pañuelo a la cabeza. ¿Has visto? . ¿Esa joven es la del café? Me parece que . ¡No obstante, como ese hombre trae tantos líos!... El mismo D. Laureano, entrando repentinamente en el gabinete, vino a sacarlos de dudas.

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