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¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo? preguntó el estudiante del doctorado. ¡Silencio, silencio! exclamó un tertulio aquí llega Clotilde. La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes y tristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca peluca a lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.

La muchedumbre se derramaba por los alrededores de la capilla en pintoresca y agradable confusión. Los vivos colores de los pañuelos y delantales resaltaban prodigiosamente sobre el terciopelo negro de los dengues y faldas de estameña, lo mismo que las chaquetas verdes y amarillas de los hombres lucían sobre los calzones negros de pana.

Cuando se nace honrada y humilde no hay necesidad de procurarlo. Podía estar tranquila sobre este asunto la esposa del Señor. El estrecho cuarto donde las dos monjas se hallaban cerca de la reja parecía, por lo feo y obscuro, un calabozo. Sus túnicas resaltaban como dos manchas blancas detrás del negro enrejado.

Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltaban los hábitos negros de ciertos eclesiásticos con bigotes y barbillas, ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesiásticos de Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros, venerables inquisidores de Mallorca, según la leyenda que ensalzaba su celo en pro de la fe.

A cada lado de la portada había además dos ventanas con marcos, consistentes estos, en pilastras que sostenían sendos entablamentos, con frontoncíllos, en cuyos tímpanos resaltaban en relieve bustos de hombres, concluyendo los adornos, cartelas, vasos con flores y otras invenciones propias del estilo, todas esculpidas en blanquísimos mármoles .

Se venía la noche precipitadamente. Los altos olmos recortaban aún con admirable pureza sus ramas en el fondo diáfano de la atmósfera; pero de sus copas caía sobre la carretera una sombra cada vez más espesa. La campiña había perdido el color, extendía en el horizonte sus lomos sombríos donde apenas resaltaban los toques amarillos de alguna heredad plantada de trigo.

El sol no se enseñoreaba ya sino de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos.

El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.

Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer. El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol.

Hundidos en el follaje de los rosales, a la entrada de la plazoleta, había dos bancos antiguos de mampostería, blanqueados con cal, con el asiento y el respaldo de viejos azulejos valencianos de una transparencia aterciopelada, en la que resaltaban los floreados arabescos, los caprichos multicolores de una fabricación heredada de los árabes.