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Actualizado: 3 de junio de 2025
El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, «las mujeres amadas», como les llamaba Berlioz; los inquietos cañares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como apasionados quejidos de la viola de amor o románticas frases del violoncelo; y en el fondo, la inmensa faja de mar, con su tono azul esfumado, semejaba la nota prolongada del metal que, a la sordina, lanzaba un lamento interminable.
En cada una de las crestas que la brisa levantaba en el agua, los rayos del astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al mezclarse y confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la ebullición monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano.
El resto del desfile violo pasar como en un sueño: innumerables religiosos de todos los hábitos; familiares a caballo con varas de ébano enriquecidas de plata; eclesiásticos en mulas enlutadas; el arca de las sentencias sobre una acémila que arrastraba por el suelo los flecos de oro de su morada cobertura; el rojo estandarte de la fe; blancor de golillas y cabrilleo de joyas sobre los trajes retintos.
A lo lejos, ese cabrilleo de las ondas atrae bandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, flamencos de vientre blanco y alas rosadas, alineándose para pescar a lo largo de las márgenes, disponiendo sus diferentes colores en una larga faja igual, y además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que parecen estar en su propia casa entre ese espléndido sol y ese mudo paisaje.
Palabra del Dia
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