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Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que más quería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entre los tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebres colgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad del continente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducción para las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigio de la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de la fuerza y de la carne que medró cuanto quiso...

La única nota tierna de aquella ceremonia fría y rutinaria fue el llanto de dos mujeres enlutadas que entraron con timidez, apoyadas la una en la otra. Nadie las conocía, pero iban acompañadas por don Juan. ¡No le veo... no le veo...! gimoteaba tristemente la más vieja, moviendo sus grandes ojos mates y sin luz.

Se ha marchado, y todo mi horizonte se ha ensombrecido de repente... El cielo me parece obscuro, las nubes tristes, las calles enlutadas, la gente fea y me pesa la vida diaria... ¿Es esto el amor?... ¿Amaré verdaderamente a un hombre a quien apenas conozco y en el que pienso sin cesar?... La abuela asegura que le he gustado y apoya su opinión en las confidencias que le ha hecho el padre Tomás.

Un veneciano que tenia pretensiones de erudito, me contó con aire melodramático la historia de Faliero y su trágica muerte, haciendo partir de este acontecimiento la costumbre de tener enlutadas las góndolas.

Vemos luego presentarse en la fúnebre estancia, con rozagantes aunque enlutadas vestiduras, y haciéndole cortejo una lucida guardia de honor, al príncipe Abdullah, grave y taciturno, que viene á sustituir á su hermano Hixem, sucesor en el trono, y ausente en Mérida, en el oficio de Imam, y á quien el Cadí de los Cadíes deja respetuosamente el puesto junto al féretro.

Á la misma hora dos señoras enlutadas y envueltas en largos velos bajaron de un coche y, no sin inquietud, echaron en derredor una mirada. Una actividad ruidosa reinaba en el muelle del Támesis, lleno de trabajadores ocupados en descargar los steamers alineados á lo largo del puerto.

Y la idea de la muerte, eterna, inexorable, domina en estos pueblos españoles, con sus novenas y sus tañidos fúnebres, con sus caserones destartalados y su ir y venir de devotas enlutadas. España es un país católico. El catolicismo ha conformado nuestro espíritu.

Estas notas de los grandes maestros han resonado audazmente en toda la casa; desde el fondo de las habitaciones lejanas, las mujeres enlutadas esas mujeres tristes de los pueblos oirían llenas de espanto y de indignación las melodías de Chopín y Rossini. Una ráfaga de frescura y sanidad ha pasado por el aire; algo parecía conmoverse y desgajarse...

El comisario civil, de uniforme, encabezaba el duelo; detrás se extendía una reata de mujeres enlutadas, rodeando a la familia, que mostraba el semblante encendido y abotargados los ojos de llorar. Doblaba tristemente la campana de la iglesia, cuando bajaron la caja y la colocaron sobre el catafalco.

El resto del desfile violo pasar como en un sueño: innumerables religiosos de todos los hábitos; familiares a caballo con varas de ébano enriquecidas de plata; eclesiásticos en mulas enlutadas; el arca de las sentencias sobre una acémila que arrastraba por el suelo los flecos de oro de su morada cobertura; el rojo estandarte de la fe; blancor de golillas y cabrilleo de joyas sobre los trajes retintos.