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La marquesa examinome de pies a cabeza, y luego, señalándome impertinentemente con la muleta que sus doloridas piernas le obligaban a usar, preguntó: ¿Usted?... ¿Y usted quién es? Es el Sr. de Araceli dijo Ostolaza con sonsonete desdeñoso. Ya... ya conozco a este caballero dijo la de Leiva con malicia . ¿Sigue usted al servicio de mi sobrina? Me honro en ello.

Y agradézcame mi sobrina que no he solicitado se dicte auto de prisión contra ella... Pero a esta fecha no nos ha dicho usted lo que anunciaba con respecto a lord Gray. ¿En qué piensa usted, señor de... de qué? De Araceli repitió Ostolaza con el mismo sonsonete. Muy brevemente les dije lo que sabía. Pues hay que avisar a la Comandancia de Marina replicó la de Leiva con viveza . Plumas, papel...

Pero a poco me di a considerar lo augusto del templo, la majestad del edificio, lo suntuoso del altar; el efecto que producían en muros y columnas las luces de los hachones; las sombras que al titilar de las flamas bailaban en las pilastras una danza de endriagos espantables y trémulos, y hasta me reí de la grotesca figura de los devotos, del sonsonete de sus rezos, de un estornudo inoportuno que vino a interrumpir una oración solemnemente principiada.

Pues, hija arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos insinuantes , ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos. Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de lágrimas fue todo uno.

No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el benévolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. José ni doña Antonia prestaron atención durante la lectura; las señoras mayores se adormecieron con el sonsonete; el señor cura halló la composición sobrado materialista y mitológica y un poco pesada, y las amiguitas de Lucía más se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el mérito literario de su obra.

Pero tan acompasada y tan melódica es la cadencia que dan a la frase, que no resultan las asperezas de la palabra desagradables al oído: al contrario; y tienen expresiones y modismos de un sabor tan señaladamente clásico, que con ello y el sonsonete rítmico de que las acompañan, oyendo una conversación entre aquellos montañeses, se me venía a la memoria la «música» de nuestros viejos romanceros.

Y sin embargo, esta discorde algazara sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música de los salvajes, es alegre en aquesta singular noche, y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial.

Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que más quería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entre los tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebres colgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad del continente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducción para las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigio de la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de la fuerza y de la carne que medró cuanto quiso...

Costureras, chalequeras, planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras, y armeros, zapateros, sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros, sin contar otras muchas clases de industriales, se daban cita bajo las acacias del Triunfo y paseaban allí una hora, arrastrando los pies sobre las piedras con estridente sonsonete.

Algunos invitados la oían con tina atención dolorosa ó una inmovilidad estúpida, pensando indudablemente en cosas remotas. Otros parpadeaban, haciendo esfuerzos para repeler el sueño que corría hacia ellos montado en el sonsonete de las rimas.