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Actualizado: 31 de mayo de 2025
El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si temiera que el ruido de sus pasos cortase aquella melodía que parecía mecer amorosamente el huerto, dormido bajo la luz de oro de la tarde. Llegó a la plazoleta, frente a la casa, y vio de nuevo sus palmeras rumorosas, los bancos de mampostería con asiento y respaldo de floreados azulejos. Allí había reído ella muchas veces escuchándole.
Hundidos en el follaje de los rosales, a la entrada de la plazoleta, había dos bancos antiguos de mampostería, blanqueados con cal, con el asiento y el respaldo de viejos azulejos valencianos de una transparencia aterciopelada, en la que resaltaban los floreados arabescos, los caprichos multicolores de una fabricación heredada de los árabes.
Centenares de obreros los pisaban todas las mañanas, y por allí descendían, recién salidos del telar, los floreados damascos, los brillantes rasos, la seda listada, todas las magnificencias de una industria oriental que daba a Valencia fama y prosperidad. Ahora era la escalera de un panteón, y se sentía malestar oyendo cómo el eco repetía y agrandaba los pasos. Los porches eran inmensos.
Las muchachas contemplaban con asombro a la Marquesita y sus dos acompañantas, admirando sus pañolones floreados de la China, sus relucientes peinados. Los hombres se encogían modestamente ante el señorito, que les ofrecía una copa, mientras sus ojos se iban tras la botella que tenía en las manos. Después de hipócritas negativas, bebieron todos.
Vestía los huecos y floreados guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendas de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estrado, sentadas en el suelo y con las piernas cruzadas, estaban unas cuantas negras con sayas de blancura deslumbradora.
La otra puerta era la de la taberna, la que estaba abierta desde una hora antes de apuntar el día y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como un gran rectángulo rojo la luz de la lámpara de petróleo colgada sobre el mostrador. Tenían las paredes zócalos de ladrillos rojos y barnizados, á la altura de un hombre, con una orla terminal de floreados azulejos.
Lo primero que pudo ver fué un ventanal, más ancho que alto, con vidrios de colores. Una walkyria galopaba en él, con la lanza en alto y la cabellera flotante, sobre un caballo negro que expelía fuego por las narices. A la luz difusa de la vidriera columbró tapices en las paredes y un diván profundo con almohadones floreados.
¡Quita allá!... ni para qué quiere esta mantones. ¡Buenos están los tiempos! ¿Y qué precio?... ¡Cincuenta duros! Ajajá... ¡qué gracia! Los tengo yo del propio Senquá, mucho más floreados que ese y los doy a veinticinco. Quisiera verlos... ¿Sabe lo que le digo? Que me caiga muerta aquí mismo, si no es verdad que me han ofrecido treinta y ocho y no lo he querido dar... Mire, por estas cruces.
Al sentarse á la mesa, al contemplar su mullido lecho, al percibir en invierno la tibia caricia de la calefacción, viendo los cristales floreados por la escarcha, creía estar usurpando indignamente algo que era de otro. ¡Su hijo! ¡su pobre hijo viviendo como un perro sin dueño, tendido en la paja, atenaceado por el tormento del hambre! ¡Haber producido un ser ella que se creyó durante años y años el centro de lo existente, disfrutando de todas las comodidades , y este pedazo de su vida agonizaba bajo el suplicio de una miseria como sólo la conocen los mayores abandonados!... Nunca pudo imaginarse que la suerte le reservase esta ironía.
Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes de algodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa le faltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarlo a alguna de sus hermanas.
Palabra del Dia
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