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Actualizado: 13 de mayo de 2025


En ese instante se oyó un estampido formidable, como si la boca de un cañón del «Belgrano» o del «San Martín» hubiera entrado en el coche y vomitado un cañonazo: ¡¡¡Booooletooos!!! Cuando el jefe del tren llevó los que Melchor humildemente le entregó, el convoy llegaba a su estación terminal.

La vida se le apareció bajo una nueva luz, como algo serio y misterioso que exigía un peaje, un tributo de esfuerzo á todos los seres que transitan por ella, dejando á sus espaldas la cuna y teniendo la fosa como posada terminal. Nada importaba que los ideales pareciesen falsos. ¿Dónde está la verdad verdadera y única?... ¿Quién puede demostrar que existe y no es una ilusión?...

El círculo terminal de la cuerda cayó sobre el joven, estrechándose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tirón le hizo vacilar en su asiento. Miró enfurecido en torno é hizo un ademán para defenderse; pero su cólera se trocó en risueña sorpresa al mismo tiempo que llegaba á sus oídos una carcajada fresca é insolente.

El deber del transporte era ir siempre adelante, ciego y sordo, sin salirse de la formación, sin detenerse, hasta conducir al puerto terminal la fortuna que llevaba en sus entrañas. Esta marcha en convoy, impuesta por la guerra submarina, representaba un salto atrás en la vida de los mares.

Marsella era la metrópoli del Mediterráneo, el puerto terminal para todos los navegantes del mare nostrum. En su bahía, de cortas olas, se alzaban varias islas amarillentas, con franjas de espuma, y sobre una de ellas las torres robustas del novelesco castillo de If.

La otra puerta era la de la taberna, la que estaba abierta desde una hora antes de apuntar el día y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como un gran rectángulo rojo la luz de la lámpara de petróleo colgada sobre el mostrador. Tenían las paredes zócalos de ladrillos rojos y barnizados, á la altura de un hombre, con una orla terminal de floreados azulejos.

El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos.

Los soldados faltos de dinero miraban con envidia y hambre á las mujeres estacionadas en las puertas: criaturas de lujo é ilusión, con faldellines orinados llenos de lentejuelas, altas botas y medias amarillas. El capitán iba por las cumbres de estas calles, deteniéndose para apreciar el rudo contraste entre ellas y su vista terminal.

Cosas más inmediatas y mediocres, realidades ineludibles, iban a asaltarlos tan pronto como descendiesen en el muelle terminal. De aquel negocio se decían con mentida sonrisa ya hablaremos en Buenos Aires. Tiempo nos queda... Habrá que pensarlo bien, porque tiene sus dificultades.

Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita antes la cabaña de un picapedrero que Silas Marner habitaba hacía quince años.

Palabra del Dia

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