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Cuando se sintió cobijado por las montañas y los celajes de su país, tuvo a la vez una viva emoción de temor y de alegría. Fuese a rendir su viaje a la estación de Rucanto, y, sin detenerse un punto, se dirigió a la casa de doña Rebeca.

El primer día que doña Rebeca, como general en jefe, acometió a la niña, armada de toda la perfidia del mundo, fué y le dijo: hermano no era tu padre...; que se te quite eso de la cabeza...; mi hermano no era nada tuyo...; no tienes sangre infanzona...; eres «hija de padres desconocidos».... Ella humilló la frente enrojecida, sin responder.

Desde aquella hora fatal, Carmen puede asomarse a las páginas de estos cuatro años transcurridos, mirando su vida doliente al través de una cortina de llanto, y puesto sobre los labios un dedito precioso en señal elocuente de silencio, como un ángel tímido y resignado, herido a traición en las alas gloriosas.... Tenía cuatro hijos doña Rebeca.

Después pensó pedir a doña Rebeca, francamente, una entrevista con la muchacha. Se dirigió a Rucanto lleno de ansiedad. Parecía que le esperaban o que le habían visto acercarse, porque le recibió con mucha gracia una sirviente, conduciéndole a la sala donde, con grata sorpresa, encontró a Carmen sola. Estaba bordando.

A los gritos de doña Rebeca acudió alarmadísima la servidumbre, y entre ayes y lamentaciones fué el moribundo transportado a su lecho. En el más ligero caballo de la casa partió a escape un hombre a buscar al médico, y otro voló a buscar al cura.

Cuando doña Rebeca entró en la sala y se acercó al grupo, viendo la cara mortal del enfermo, increpó a la niña. ¿Le estás ahogando? Ella apartóse prontamente, diciendo: ¿Yo? Y al soltarse de aquel brazo ardiente vió con horror cómo el cuerpo de don Manuel se desplomaba sobre el respaldo de la silla. Miraba el moribundo a Carmen con una angustia infinita.

Y de nuevo trató de abrazarle la infeliz. Doña Rebeca la separó del caballero con aspereza, diciéndole: ¡Qué padre ni qué ocho cuartos! El de Luzmela abrió entonces los ojos inmensamente, con tal expresión desesperada y colérica, que la señora echó a correr, mientras la niña, vacilante, caía de rodillas, suplicando: ¡Dios mío, Dios mío!

Carmen, lanzada involuntariamente al terreno de las confidencias, añadió todavía: De Andrés tengo miedo..., y también de Julio.... Salvador estaba consternado; se había puesto de pie con impaciencia, y ella insistió, siempre alarmada: ¿Y qué le diré a doña Rebeca ... de «eso»?... ¿De qué, hija mía? De la boda.... Y todavía la niña se rió, un poco burlona.

Todo el cuerpo de Carmencita tembló, y sin dudar ni un segundo, sin volver la cabeza, despierta a la realidad de los sucesos, en una brusca sacudida de su ser, murmuró: Es Julio, que ríe. Doña Rebeca se rebullía en su cuarto con las crenchas blancas tendidas en enredada madeja, con los brazos secos alzados como las quimas de un árbol marchito que se elevase al cielo pidiendo venganza.

Hablaron en voz baja, con las miradas confundidas y los corazones agitados. Hacían una pareja encantadora. Mientras tanto, Salvador, acompañando a doña Rebeca, iba gustando una cruel amargura insoportable. Carmen no le parecía la misma. No era su hermanita de Luzmela ni su protegida de Rucanto.