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Actualizado: 20 de mayo de 2025
La niña había llegado a creer que doña Rebeca tenía razón en disponer así de sus florecientes diez y siete años, y no intentaba nunca quebrantar este decreto, martirial y absurdo, que la recluía siempre en grave soledad.
2 Y él dijo: He aquí ya soy viejo, no sé el día de mi muerte. 3 Toma, pues, ahora tus armas, tu aljaba y tu arco, y sal al campo, y cógeme caza; 4 y hazme guisados, como yo amo, y tráemelo, y comeré; para que te bendiga mi alma antes que muera. 5 Y Rebeca oyó, cuando hablaba Isaac a Esaú su hijo; y se fue Esaú al campo para coger la caza que había de traer.
Traía hambre y estaba de muy mal humor. El retraso de la comida le soliviantó, y al enterarse del motivo de aquellas alteraciones preguntó irritado: Y ¿a qué viene ese? Doña Rebeca le contestó con autoritario tono: Viene a casa de su madre; hace seis años que no le veo, tiene tanto derecho como tú a vivir conmigo.
Su inteligencia clara y su corazón noble se sobrepusieron a la debilidad de los trece años; dominando con valor admirable el terror que le inspiraba doña Rebeca, la acompañó dócil a Rucanto, y allí se echó sobre los hombros su nueva vida, con un firme empeño de levantarla y llevarla gallardamente hasta el final del camino.
12 por ventura me tentará mi padre, y me tendrá por burlador, y traeré sobre mí maldición y no bendición. 15 Y tomó Rebeca los vestidos de Esaú su hijo mayor, los preciosos, que ella tenía en casa, y vistió a Jacob, su hijo menor: 16 Y le hizo vestir sobre sus manos y sobre la cerviz donde no tenía pelos, las pieles de los cabritos de las cabras;
Había quedado Carmencita llena de terror en las manos de doña Rebeca, y doña Rebeca tendía con ansia sus garras de nétigua hacia la herencia codiciada, sin poder apresar los caudales, por tener las uñas llenas de la carne inocente de la niña, flor de pecado y de dolor.
Cuatro años llevaba en la áspera ruta, y se había hecho una mujer a fuerza de sufrir y de llorar. La vida de familia en Rucanto era espantosa. Carmen miraba siempre con el mismo miedo y el mismo asombro a doña Rebeca y a sus hijos.
La niña fué derecha a sus brazos con una inexplicable emoción, y su voz llorante interrogaba: ¿No te irás, padrino? ¿Nunca te irás? ¿No me dejarás nunca con doña Rebeca? El, absorto, clamó: ¿No la quieres? No, no; ¡qué miedo, qué miedo tan grande! ¿Pero de quién, hija mía? Paró un coche en la portalada, y Carmen sin soltarse del cuello del hidalgo, gimió: Otra vez la nétigua....
Doña Rebeca husmeó en la capilla, procurándose auxilios piadosos para aquel trance, y volvió al cuarto de su hermano, donde, muy diligente, encendió la vela de la agonía. Antes había dicho a Carmencita que trataba de acercarse a don Manuel: Aquí sobran los chiquillos; vete allá fuera. La pobre criatura, desorientada y llena de temor, volvió a la sala, y de nuevo se hincó delante del sillón vacío.
Era mujeriego y derrochador, y suponíase que la dote de doña Rebeca le había enamorado más que la dama. Aunque al público trascendía la desavenencia de los esposos, nada cierto se supo de sus querellas íntimas, sino que ambos se colmaban de improperios y andaban a medias en el mutuo lanzamiento de trastos a la cabeza.
Palabra del Dia
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