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Actualizado: 7 de junio de 2025
Eso basta replicó el musulmán; agregando: ¡Alá, para él la oración y la gloria, te atraiga algún día a nuestra santa ley! Deja, Ramiro, el espionaje a los villanos. No persigas al desgraciado morisco y hazte referir lo que fueron aquellos Djahvar de Córdoba, espejos de ciencia, flores de caballería, y cuya sangre palpita, agora, en esta cuadra.
Creyó con esto limpiar el alma de la mácula horrible de sus amores de renegado, mostrando, por fin, al Señor, que ya no quedaban en su corazón ni vestigios del pasado apegamiento. Al siguiente día, Ramiro cayó en un estado casi agónico. Sólo doña Guiomar, acompañada de Casilda y de una antigua doncella, le asistieron. Había perdido mucha sangre.
Ramiro, al dejar la pastelería, iba comparando en su memoria el semblante del hombre con la figura casi desvanecida de su recuerdo, representándose, a la vez, toda la escena lejana... Haría cosa de diez años. Don Alonso Blázquez había invitado a una cacería a muchos caballeros de la ciudad. Ramiro y su madre asistieron. Era un día de octubre.
Claro está que vuestra merced habrá de tener también sus envidiosos y calumniadores; pero no pare mientes en eso, que lo que agora dicen habrá de llevárselo el viento como la paja. ¿Y piensa vuesa Reverencia que alguien murmure? preguntó Ramiro. Habladurías, habladurías replicó el religioso con ademán de desprecio.
Pues vamos, es esto: sobran bellacos que han dado en inventar cómo, cuándo y por qué vuesa merced ha recibido dineros y presentes de los conversos, e si agora ven esa joya en su cinto la enseñarán como prueba. Ramiro comprendió.
Ramiro miraba hacia uno y otro lado por ver si hallaba algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fue a rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba a su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.
Ramiro, sin deseos de llegarse al estrado, abrió de nuevo «La vanidad del mundo». En ese instante, después de anunciarse con el golpecito de costumbre, entró Casilda en la habitación. Un estremecimiento inusitado agitaba sus pestañas. Acercose al escritorio, removió la arquilla de las obleas, requirió las torcidas del velón, estiró las holandas del lecho.
Eso piénsalo tú, que eres villano exclamó Ramiro muy cerca de la cólera. No tan villano, señor, que es bien sabido que los Martínez fueron siempre de muy limpia sangre castellana, y que, a no ser el incendio que destruyó todo el solar de mis padres, podría yo enseñar agora a vuesa merced tamañotes pergaminos de mi hidalguía.
A pesar de la dulzura y la belleza de Casilda, Ramiro la trataba siempre con altanera frialdad. Ella escuchaba cada palabra suya parpadeando de admiración. Quitábale las manchas de cal o de polvo de sus ropas, besábale a cada instante las manos.
Ramiro conservó siempre el recuerdo de ciertos instantes en que, caminando con ella por el sendero del verde laberinto, osó pasarla el brazo sobre el cuello y tomarla suavemente la garganta. En otra ocasión, Beatriz subiose a un viejo columpio y comenzó a balancearse con violencia, presa de un rapto de juventud y de dicha.
Palabra del Dia
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