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Apenas se hubo sentado junto a la cama, con voz demasiado resonante para la hora y la ocasión, le preguntó: ¿Qué ha sido esto? Encendido de nuevo por la fiebre, Ramiro respondió que no era tiempo de declararse en aquel particular, sino de encomendar su alma a Dios; y, así, pidiole que le administrara, cuanto antes, los Sacramentos.

Instantes después, Ramiro sintió que le abrazaban por detrás, fuertemente, y en seguida un dolor en el pecho, a la altura del corazón, un dolor profundo, que le hizo caer el arma de la mano. Recordaba su desfallecimiento y su grito de ¡confesión!, al sentirse morir, y el frío del agua, en su mano colgante.

Cruza la plazuela de la Catedral, atraviesa la Rúa, llega al caserón. El escudero le espera a la puerta. Uno y otro desaparecen por el postigo. Habiendo despedido a su paje con algunos doblones y convenido con Medrano el día en que habían de encontrarse en el pueblecillo de Cebreros, Ramiro abandonó la ciudad, al día siguiente, a la hora del alba. Escogió para salir la puerta de Antonio Vela.

Quiso la casualidad que uno de aquellos días, al pasar Ramiro bajo las ventanas de Beatriz, don Alonso llegase por la misma calle en dirección a su morada, llevado en silla de manos y rodeado de escasa servidumbre. Ramiro le saludó con franqueza, quitándose del todo la gorra.

Ramiro meneó la cabeza afirmativamente sin comprender, y dirigiendo la mirada hacia los infolios vio que todos ellos llevaban el mismo título: Summa Theologica, en gordas letras antiguas.

Ramiro no había tenido hasta entonces otros maestros que la misma doña Guiomar para las primeras letras, y, más tarde, para los rudimentos de la gramática latina, un religioso franciscano del convento de San Antonio.

Después de tres días, como Medrano no llegaba, Ramiro resolvió continuar sin esperarle. Era una mañana esplendorosa de principios de mayo.

A primera vista parece estraño que un Rey de Castilla haga una confirmacion, pero el que esté instruido en la historia recordará, que habiendo instituido el Rey D. Alonso el batallador herederos á los templarios, y á las milicias del Sepulcro y del Hospital, los aragoneses desestimando tan estraña disposicion, eligieron por rey á D. Ramiro el Monge, con cuyo motivo aprovechándose el rey de Castilla, llamado tambien D. Alonso, de la guerra que se habia encendido entre el rey D. Ramiro y D. Garcia, que lo era de Navarra, entró en Aragon, y se apoderó de Zaragoza y su comarca, tomando entonces el título de Emperador, y reteniendo estas conquistas, hasta que habiendo casado la hija de D. Ramiro Doña Petronila con D. Ramon Berenguer Conde de Barcelona, fué este á visitar al Emperador D. Alonso y obtuvo que le restituyese la ciudad de Zaragoza con todas sus dependencias hasta el oriente del Ebro, no sin otra recomendacion que su franqueza y la nobleza de sus modales, como dicen algunos escritores, sino mediante condiciones contra las cuales protestó solemnemente Doña Petronila en su testamento.

Bien pudo ser, pues ha sido harto aficionado a las mozas moriscas del arrabal, que han debido enseñarle, de seguro, los filtros, el aojamiento, las nóminas y todas sus tretas malditas. Sois una perra como dice Leocadia. Buena borrasca es ella. Otras veces, de noche, metida en la cama, dame pavor, Alvarez, pensar en Ramiro.

Los peldaños eran tan altos que Ramiro tenía que ayudarse con las manos. Sólo, de tarde en tarde, la angostura de una aspillera dejaba penetrar un rayo de sol colorido por los vidrios y perfumado de incienso.