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Aunque Ramiro había mirado siempre con aristocrático desprecio a todo aquel que envilecía sus manos en los oficios mecánicos, pensó esta vez que la sabia fabricación de las armas debiera estar exenta de villanía, como faena preclara puesta al servicio de las más altas empresas.

En una de ellas, de dos a cuatro de la tarde, a la luz de un velón de tres mechas, y con los pies apoyados en la tachonada tarima de un brasero, comenzó Ramiro a escuchar las lecciones del nuevo preceptor que su madre acababa de escogerle por indicación del mismo padre franciscano. Llamábase Lorenzo Vargas Orozco y era canónigo lectoral de la Iglesia Mayor.

Ramiro escucha esos quietos rumores de la ciudad adusta y monacal, el canto de un gallo, el tañido de una campana de monasterio, la menuda pisada de un borrico en las losas. La calentura le martilla las sienes. En medio de la estancia, sobre un taburete, hay un pebetero encendido.

Por fin, olvidando por completo la investigación que tenía que realizar, destemplado por el amor, relajado por la molicie, Ramiro fue aceptando, insensiblemente, todos los refinamientos que constituían la vida habitual de su manceba.

Irguiose, y sin ser visto ni sentido por la doncella, fue a echarse solo sobre la cama, y a soñar en aquel beso que Beatriz había espantado con su grito, en aquella boca tentadora y terrible que palpitaba y mariposeaba desde entonces por delante de su alma. A la mañana siguiente, a la hora de costumbre, Ramiro encaminose a la calle de Beatriz. Pasó y repasó muchas veces por delante del palacio.

Por otra parte, la familia no me tiraba gran cosa que digamos... Bien sabes la vida que traía mi ilustre padre. Mis hermanas estaban casadas, y mi hermano Ramiro gastando el último soplo de vida en endosar honradamente sus deudas a sus colaterales, y en despabilar a la última de las mujeres que a tal extremo le habían llevado en lo mejor de la vida.

Respirando aquel aire claustral de tristeza y de encierro, con el azoramiento instintivo de los niños en las grandes desgracias, sin una alegría, sin un compañero de su edad, gobernado por seres taciturnos que hablaban de continuo en voz baja, vivió Ramiro los obscuros días de su niñez. La menor expansión infantil, su misma sonrisa, hallaban siempre un dedo sobre un labio.

Ramiro cayó de rodillas, como si un dardo venido de lo alto le hubiese traspasado de pronto, y las avemarías manaron de su pecho bullidoras y cálidas. Sus ojos cerrados veían una pavorosa negrura sobre la cual desfilaban llameantes imágenes de purgatorio.

Ramiro se sentó sobre una peña, con el rostro casi oculto por el ala del fieltro. El suelo violáceo parecía ondular a sus pies bajo la vibración alucinadora de la penumbra.

Don Alonso, bajo su varonil empaque, disimulaba un corazón capaz de profundos enternecimientos que le humedecían de súbito los ojos, como a una mujer. Había mirado siempre a Ramiro con indiferencia; pero, al verle ahora sumido en aquella melancolía, sintió una extraña compasión que él mismo no hubiera podido explicar. Desde entonces comenzó a agasajarle.