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Actualizado: 7 de junio de 2025
Insectos transparentes se levantaban del herboso jardín y navegaban en la luz. Bajo las bóvedas, junto a la capilla de las Cuevas, dos alarifes, rompiendo un trozo de pared, acababan de descubrir un sepulcro. Ramiro y el canónigo se acercaron. No había inscripción alguna; sólo un tosco relieve que representaba a Nuestra Señora y al Niño, como si aquello bastase en la muerte.
Ramiro experimentó profunda conmoción. Acababa de reconocer al misterioso personaje del arrabal de Santiago, al abnegado morisco que le había salvado la vida, dejándole después, como recuerdo, la valiosa daga sarracena. Sí, yo te engendré en la altiva doña Guiomar prosiguió el anciano y tu agüelo prefirió casalla en seguida con el viejo don Lope, en odio a mi raza y a mi creencia.
Voces largas y jubilosas resonaban a cada instante sobre las colinas. Ramiro dejose invadir por aquella languidez, por aquella holganza crepuscular que desunce los bueyes y refresca en cada cabaña la frente y el pecho de los labriegos.
Al levantar los ojos para pedir perdón por su horrible pecado, hallose frente a frente con la figura del campanero, que, cinco o seis escalones más arriba, esperaba impasible, sosteniendo en la mano encendido candil. ¿Qué tiempo hacía que estaba allí? Ramiro le miró naturalmente y comenzó a descender, en la sombra, palpando los muros, sin pronunciar vocablo.
Cierto día, al retirarse de una de sus visitas, Blázquez Serrano topó con Ramiro en la antecámara. El niño estaba sentado en una silla de alto y esculpido respaldo. Sus ojos parecían contemplar fijamente alguna imagen dolorosa de su propio cerebro. Hubiérase dicho un infante embrujado.
Cuando el criado le echaba por fin sobre los hombros el capotillo de negro terciopelo atrencillado, una dueña vino a decirle que Beatriz subía las escaleras, y que, no estando ataviada aún doña Guiomar, era necesario entretener a la visita. ¡Ah! ¡cómo viene hacia mí! exclamó Ramiro para su coleto; y dando un último toque a sus cabellos, salió de la estancia.
Así le sorprendió la claridad del día, un día triste y sucio, como casi todos los del invierno en Peñascosa. Alzose al fin como un sonámbulo, entró en la alcoba y se dejó caer pesadamente en la cama. Ramiro no pudo despertarle a las nueve para tomar el desayuno. Era un sueño invencible, de aniquilamiento, semejante a la muerte.
Ramiro, ahitado de lecturas religiosas, cogió las Aventuras de Silves de la Selva y fuese a esconder en un obscuro recoveco del monte que formaban tres gruesos peñascos a la sombra de una encina. Tendido en el suelo, con la sien sobre el puño, suspendía por momentos la lectura, para sentir mejor el deleite de su escondrijo.
Al oír aquel nombre Ramiro se enderezó con viveza y abrió del todo los ojos para disipar con la luz el doloroso recuerdo. El sol, inclinado hacia el poniente, reverberaba en las fachadas fronteras y hacía resplandecer en las ventanas y balcones las joyas, el azabache, la blanca piel de los guantes, los abanicos dorados. Llegoles por fin el turno a los que habían de morir.
Ramiro, que solía entrar ahora a la casa, topó varias veces con ellos, advirtiendo con desgarradora sorpresa que Beatriz no existía solamente para él. Notó miradas, melindres, cuchicheos, e imaginó todo lo que podría suceder en aquella familiaridad del parentesco; pero su orgullo fue más fuerte que el dolor. Mostrose tranquilo, silencioso, casi sonriente.
Palabra del Dia
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