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Actualizado: 7 de junio de 2025
Ramiro conoció de súbito el arrobamiento del primer amor. Su soñar sobrepujaba la vida; y aquel brusco delirio fue pronto para él la coloración, el ritmo y el perfume de todo lo creado. Su fervor religioso y sus anhelos de gloria se acostaron entonces como lebreles a los pies de la nueva pasión.
Parecía que el diablo se empeñaba en ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo, ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy buena gana!
Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar. Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero.
Ramiro aprovechó para inquirir si la arte notoria era contraria a la Santa Iglesia de Cristo. ¿La habéis ensayado alguna vez, hijo mío? preguntó melífluamente el Canónigo. El mancebo tardó en contestar. Inesperado calofrío le corrió del rostro a las manos. Las pupilas del confesor se clavaron fijamente en las suyas.
De pronto, la mujer abrió los ojos temerosamente, y sus grandes pupilas se dirigieron hacia el mismo sitio del muro en que se hallaba Ramiro. El, sin embargo, no había hecho el menor movimiento.
Ramiro aprovechó de aquel saber pegadizo. El antiguo soldado le ilustraba ante las cosas mismas, descifrando a su modo las inscripciones y marcando con desparpajo el sitio de los sucesos. Así supo Ramiro los trágicos amores del famoso caballero Nalvillos con la mora Aja Galiana.
Ramiro no perdía un solo ademán, un solo vocablo del narrador, y, por momentos, la pasión de la lucha le alucinaba con tal ímpetu que llegaba a creerse, él mismo, sobre la cubierta del navío o entre los caballos y alfanjes de los infieles.
Aunque su rostro estaba cubierto por el negro tafetán, reconociole, al pronto, por la pluma blanca, sujeta a la gorra con hermoso joyel de diamantes, y la capa cenicienta que llevaba, también, noches pasadas, en la casa de juego. Al tiempo que el joven regidor iba a golpear la puerta con los nudillos, Ramiro, corriendo hacia él, asiole el brazo en el aire.
Llegado que fue el próximo domingo, Ramiro se engalanó como nunca y, a las tres de la tarde, fuese a visitar a don Alonso. La sangre, la imaginación, el orgullo tiraban en un solo sentido como los trapos de una barca en el viento.
Había seguido el procedimiento de costumbre, haciéndose anunciar por Leocadia; pero esta vez la señora no había querido recibirla. ¿Pero supo preguntó Ramiro que yo te mandaba? La muchacha respondió con una sonrisa. ¿Subiste a sus cuartos? ¿Os vio?
Palabra del Dia
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