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Actualizado: 7 de junio de 2025
Un solo rayo de sol penetraba en la estancia tras una madera entreabierta. ¡Qué alarido el que estalló en la obscuridad cuando el niño alzó en el haz luminoso la sanguinolenta cabeza que goteaba sobre el tapiz! Una de las dueñas se derrumbó de espaldas, presa de brusco soponcio. La mujer que acompañaba a Ramiro contó con alegría la proeza del mancebo.
Pero todavía mi padre era mucho mejor que Dios en este punto; porque los azotes de Ramiro duraban un rato, mientras que los que los diablos nos han de dar durarán eternamente, según aseguran ustedes... La sonrisa que vagaba por sus labios se apagó. Guardó silencio un rato: quedó profundamente ensimismado. Sus ojos, fijos en el suelo, se dilataron con expresión de terror.
Una tropa de chalanes llega y descabalga para descansar a la sombra de los cipreses, dejando libres los jacos en el verde y oloroso campo, que cruzan aquellos caminos aldeanos por donde se pierden huestes de mujerucas, viejas y mozas, que van al molino con maíz y con centeno. Los chalanes son siete: Manuel Tovío, Manuel Fonseca, Pedro Abuín, Sebastián de Xogas y Ramiro de Bealo con sus dos hijos.
Ramiro pensó que de un momento a otro podía llegar alguna persona, su madre misma, y romper el embeleso de un coloquio a solas, que no volvería tal vez a ofrecerse, en mucho tiempo. Preparó en su espíritu la frase decisiva. Estaba resuelto a poner su destino a los pies de aquella mujer. Dio algunos pasos hacia el muro para recobrar su entereza.
Ramiro sabía harto bien lo que aquello significaba, y tembló por la doncella, ante el pavoroso recurso de la hechicería. Esa misma tarde, paseándose con el Canónigo por la plazuela de la catedral, refiriole Ramiro, por primera vez, su entrada en la casa de los moriscos y el comienzo de su aventura con Aixa, como si todo acabara de suceder.
En los días que siguieron Ramiro estrechó rápidamente su amistoso trato con el nuevo conocido. Aguirre fuele revelando esas bellezas de la antigua ciudad que el forastero no descubre por sí solo y que parecen cantar a somormujo, como los grillos. Casi siempre los paseos terminaban en la fragua de Jusepe de la Hera.
Al ver entrar al famoso maestro, los oficiales suspendían un instante su trabajo y los que estaban cubiertos se quitaban respetuosamente la gorra. Allí vio Ramiro, por primera vez, manipular las espadas ígneas, y contempló con heroico deslumbramiento tantos aceros que iban a lanzarse en seguida hacia las más diversas comarcas, frenéticos de sangre y de honra.
El anhelo impaciente de una mitra era ahora más fuerte que su virtud y el gran pecado de su alma. Dominado por la reverente admiración que profesaba a su maestro, y habiéndole entregado desde los primeros días todo su ánimo, Ramiro miró derechamente la senda que señalaba aquella mano sacerdotal.
Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de la muerte. «Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor a ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra Su Majestad Real. Manda muera por ello.» Ramiro caminaba a la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro.
Después de observarla un momento, Ramiro tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el muro, apretando de nuevo el crucifijo para sellar, para incrustar en su propia carne la imagen del Redentor.
Palabra del Dia
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