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Actualizado: 7 de junio de 2025


El escudero ayudaba, y Ramiro, aunque sacudido hasta los tuétanos, se complacía en aquellas detonaciones espantosas que amenazaban derrumbar el campanario y lanzarle a él mismo a los aires, como una paja, en el sonoroso turbión. Aldonza, en el entusiasmo de su faena, mostraba todas las calzas hasta la carne. Era una hembra casi hermosa.

Sabed que haríais morir de envidia a muchos obispos. ¿Eso dijo? Cabal. Paciencia, Martín. Ramiro meneó la cabeza con un gesto de enfado. Pasó un monje franciscano montado en un borrico ceniciento. Santa leticia brillaba en su rostro. Su desnuda pierna vellosa asomaba por debajo del sayal. Castigaba a su caballería con un gajo de bardaguera.

Ramiro creía reconocer las palabras del Nuevo Testamento, dichas en el modo de los moriscos de España. Ella, sagazmente, salmodiaba el capítulo de María: «Loor a María... Alabad el día en que se alejó de su familia hacia el saliente, tomó un velo para cubrirse, y nosotros le enviamos a Chibril, nuestro espíritu en forma humana.

Beatriz se sintió desfallecer, confundiendo en el mismo transporte la resurrección del Señor y la presencia del pálido mancebo, cuyo rostro figurósele, al pronto, la faz descarnada y admirable de la Pasión. Con las últimas palabras del Evangelio, Ramiro comenzó a retirarse, lentamente.

Tengo por seguro díjole entonces Beatriz que vuesa merced ha de llegar a ser un gran sabio; pero no le alabo la afición; más bien sentara a su bizarría alguna guerra. Para , digo yo, un soldado vale mil bachilleres. Gloria no pequeña procura así mesmo el saber repuso Ramiro. ¿Cuál más grande para un galán que haber matado muchos turcos o franceses con la propia espada que lleva?

Cuando Ramiro, al salir del templo, puso de nuevo los pies en la soleada plazuela, pareciole que aquellos vecinos y forasteros, palacios y torres, cosas y seres, no eran sino el teatro aparejado por Dios para los episodios de su historia; y que él era toda la vida, y toda la vida un engendro de su alma.

Ramiro solía quedarse hasta la noche en el último piso del torreón, escuchando los cuentos y parlerías de las mujeres. Allí terminaba la tiesura solariega. Allí se canturriaba y se reía. Allí el aire exterior, en los días templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja.

Las brujas realizaban sus conjuros y adobaban sus ungüentos a favor de aquella lumbre maléfica, que desconcertaba las potencias y parecía atraer la sangre del hombre. Un pájaro invisible graznó en los aires, a su izquierda. ¡Sería una corneja! Al acercarse al barranco, en cuya escarpa se abría la secreta abertura, Ramiro ocultose tras el tronco de una encina para otear el contorno.

El resplandor del astro bañaba sólo dos lados de la galería; espectral claridad que hacía pensar en apariciones. La sombra se ahondaba bajo los arcos temerosamente. Lleno de amorosa incertidumbre, Ramiro no podía pensar sino en Beatriz, y veía su rostro sobre todo lo que miraba.

Ramiro, a su vez, desplegaba una esgrima aparatosa y soldadesca, con molinetes fantásticos, y su boca, entreabierta por el ansia homicida, dejaba rebrillar la dentadura.

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