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Ramiro solía quedarse hasta la noche en el último piso del torreón, escuchando los cuentos y parlerías de las mujeres. Allí terminaba la tiesura solariega. Allí se canturriaba y se reía. Allí el aire exterior, en los días templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja.

Calose su sombrero de fieltro, y, echándose a los hombros la segoviana capa, se dirigió, precedido de su paje, a la casa de juego. La luna no había salido aún, y al bajar por la Rúa, hacia el Adaja, Ramiro contemplaba las constelaciones. ¡Quién hubiera podido leer en aquella escritura suntuosa y estremecida! A eso de las cinco de la mañana estaba de vuelta en su aposento.

Raras encinas, negras a distancia, moteaban apenas los pedregosos collados. Paisaje de una coloración austera, sequiza, mineral, donde el sol reverberaba extensamente. Paisaje huraño y apacible como el alma de un monje. Vivo resplandor revelaba a trechos, entre fresnos y bardagueras, el curso del Adaja, esparcido sobre la arena como galón de plata que se deshila.

Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar. Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero.

Bajo la capa, y colgada del cinto, llevaba también una rodela toledana. Sentíase grande y temible como los héroes de las caballerescas historias. Bajó hacia el arrabal. Era una noche diáfana de plenilunio. Oíase la extensa estridulación de los grillos en el valle y el croar numeroso de las ranas y los sapos hacia el Adaja. Uno que otro animal, invisible en la sombra, hacía latir su cencerro.

Maestro y discípulo llegaron hasta la esquina nordeste de la muralla y doblaron en dirección al mediodía. Abajo, hacia la derecha, entre los obscuros peñascos, el agua del Adaja despedía un resplandor de oro ígneo. Las iglesias habían concluido de tocar las oraciones, y la próxima campana de la ermita de San Segundo conservaba todavía un zumbido soñoliento.

Renazcan las antiguas virtudes severas, la mesa parva, la rica devoción, y que la mengua de las vestiduras nos haga llegar mejor a las carnes la saludable franqueza del viento. Había terminado y escupió varias veces. Entraron en la ciudad por la Puerta del Adaja. Las callejuelas estaban llenas de penumbra plomiza y temblorosa.

Entonces, de vuelta a la ciudad y en busca de la Puerta del Adaja, el canónigo compuso la siguiente oración: Ya ves, hijo mío, el amor que nos tiene esta raza de Ismael. He ahí una anciana miserable que prefiere seguir gimiendo, cual una loba hambrienta por los caminos, antes que aceptar nuestra limosna. Aparentan haberse convertido, y son tan moros como en Africa.