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Actualizado: 29 de junio de 2025
Calose su sombrero de fieltro, y, echándose a los hombros la segoviana capa, se dirigió, precedido de su paje, a la casa de juego. La luna no había salido aún, y al bajar por la Rúa, hacia el Adaja, Ramiro contemplaba las constelaciones. ¡Quién hubiera podido leer en aquella escritura suntuosa y estremecida! A eso de las cinco de la mañana estaba de vuelta en su aposento.
Arturo, de pronto, se puso pálido; pero recobrando en seguida su serenidad, calóse el sombrero, y respondió con descaro y cierta altivez: Nada hay en mi vida cuyo recuerdo pueda abochornarme; por lo tanto, le exijo a usted una explicación de esas palabras que me ha dirigido en son de afrenta.
Quitóse con grandes precauciones la perfumada peluca y calóse prontamente un gorro de dormir de forma piramidal, terminado en una borlita: un sencillo y majestuoso casque
El criado de servicio en aquel departamento llamaba, atraído por el timbre, a la puerta del cuarto; comprendió entonces el tío Frasquito lo ridículo de la situación, y cada vez más angustiado, calóse prontamente una gorra de pelo, envolvióse en un abrigo de pieles, púsose la dentadura y refugióse en el aposento de Jacobo, diciéndole a este medio lloroso y suplicante: ¡Contesta tú, Jacobito!... ¡Que no me vean!...
Quitando primero la despabiladera que señalaba la página, tomó de encima de la mesa un cuaderno manuscrito. Luego sentose junto al velón, calose las gafas y comenzó la lectura de su apología peripatética. Ramiro no pudo disimular su aturdimiento. Su semblante denotaba a las claras el vértigo. No os importe le dijo el canónigo al terminar si de esta primera vez no cogisteis el sentido.
Después, golpeando el suelo con el tacón y poniéndose al cuello una gruesa corbata de lana roja, descolgó de la pared una de esas capas de color verde obscuro, como las que llevan los pastores, y se la echó sobre los hombros; calose luego un sombrero de fieltro viejo y raído, cogió una estaca y exclamó: ¡No olvides lo que acabo de decirte, mujer; si no, ya verás! ¡Andando, Juan Claudio!
Sacó la cartera y le pagó, presentando los billetes con arrogancia; calóse las gafas el otro, maravillado de tal espectáculo y metió las narices en ellos, menos por causa de su miopía, que por regalarse el olfato con su dudoso perfume, que al usurero debe trascender a gloria; y como quiera que don Raimundo, poco acostumbrado a la puntualidad de sus clientes, iba preparado a decir cuatro palabras agrias, los oídos rellenos de algodón para hacerse el sordo a las lamentaciones del deudor moroso, quedóse desarmado al ver los billetes en su mano, y sonrió, más de gozo íntimo, que por parecer amable.
Palabra del Dia
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