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Cuando pretendía agradar, cuando ponía empeño en seducir, aquellos ojos claros, parados, se animaban súbitamente, trocándose de inocentes en maliciosos, y aquellos labios blanquecinos que ligeramente se mordiscaba con un movimiento imperceptible, tomaban color de cereza soleada: entonces sonreía de un modo delicioso; la falsa indiferencia, el abandono fingido, se convertían en laxitud estudiada que parecía pedir mimos o prometer caricias, y la mujercita insignificante, el ser débil, quedaban transformados en sirena de ocultos y peligrosos encantos.
Por de pronto, la vida que había hecho durante aquellas dos semanas, muy corridas, de plácida y bien soleada temperatura, no había dejado de darme frutos muy dignos de estimación.
Sarrió vive en una casa vieja, espaciosa, soleada, con un huerto, con una ancha acequia que pasa por el patio en un raudal de agua transparente. Sarrió tiene una mujer gruesa y tres hijas esbeltas, pálidas, de cabellera espléndida: Pepita, Lola, Carmen. Tres muchachas vestidas de negro que pajarean por la casa ligeras y alegres.
Cuando Ramiro, al salir del templo, puso de nuevo los pies en la soleada plazuela, pareciole que aquellos vecinos y forasteros, palacios y torres, cosas y seres, no eran sino el teatro aparejado por Dios para los episodios de su historia; y que él era toda la vida, y toda la vida un engendro de su alma.
Palabra del Dia
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