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Actualizado: 19 de julio de 2025


Como tampoco duda, antes confirma terminantemente, lo que ya sabíamos por Manolo Casa-Vieja: que era muy avara; pero, según la marquesa, avara de la peor especie: tenía el vicio del trapicheo, y media docena de comadres negociando de su cuenta, por las casas de vecindad, sus vestidos de desecho y hasta los trastos de la cocina.

La cual ha vuelto a adquirir la expresión risueña, el mirar malicioso y el picante gracejo de sus mejores días, señales evidentes de que su espíritu ha recobrado también la serenidad y el vigoroso temple que pasajeras vicisitudes le habían hecho perder; y es la verdad, así como lo es también que esta reconstitución moral irradia sobre el físico de la marquesa ciertas luces de estival hermosura, que justifican bien el elogio que de ella nos hizo Manolo Casa-Vieja; es, en suma, y como diría un distinguido barbián del Sport-Club, «una gran mujer que comienza a ajamonarse, pero sin el menor síntoma de embastecerse».

Casa-Vieja era blanco, de pelo castaño y lacio, de mirar displicente; no feo, pero muy marchito de cara, en la cual descollaba un gran bigote, desmayado también, y del color del escaso pelo de la cabeza. El cuerpo, bien conformado y correctísimamente vestido, por el modo de caer en la silla y el ritmo de todos sus movimientos, acusaba la propia dejadez reflejada en los ojos y en el gesto.

Ballesteros era recién llegado a Madrid: se había encontrado aquella noche con su antiguo amigo Casa-Vieja en el teatro Real, y se habían venido juntos al Sport, del cual era socio el último, y lo había sido el primero antes de su salida de España. Andarían allá, ten con ten, en edad: de treinta y dos a treinta y cinco.

Todos los informes dados por Manolo Casa-Vieja a su amigo Paco Ballesteros sobre lo ocurrido a los personajes de nuestro relato, desde que los despedimos en el último capítulo de la primera parte de él, eran la pura verdad.

Pues bien: en el Sport-Club, a las dos de la mañana, y en una sala de las más concurridas a aquellas horas en que duermen y reposan las gentes ordinarias que todavía conservan los resabios del trabajo y del hogar, departían afectuosamente, arrimados a una mesa, Manolo Casa-Vieja y Paco Ballesteros, después de haber tomado chocolate a la vainilla el uno, y el otro buena ración de biftec con media botella de Burdeos.

¡Crónica yo! respondió Casa-Vieja, quitándose el cigarro de la boca para sacudirle la ceniza . Si la quieres negra... Aquí no se gasta otra cosa. Pero, ante todo, vamos a ver, ¿qué demonios has hecho por ahí fuera, sin maldita la necesidad la mayor parte del tiempo? Porque la madre patria ha podido pasarse muy bien sin tus servicios diplomáticos..., llamémoslos así.

Casa-Vieja hablaba casi todo lo que tenía que hablar, que era lo menos que podía, con el sombrero sobre la sien izquierda, la mejilla derecha en la mano del mismo lado, el codo correspondiente sobre el velador, el enorme puro, con sortija, en la boca, cuando no en la otra mano, y la mirada errabunda y desdeñosa, sin interés ni codicia por nada.

Ya nos dijo Manolo Casa-Vieja que era de admirar «cómo y lo que quería» a su hija la marquesa de Montálvez; y era de admirar, en efecto.

Parecía que el diablo se empeñaba en ponérmelas delante y que se había encarnado en mi tía; porque, como si no me acompañara para otra cosa, no cesaba de apuntármelas con el dedo, ni de exclamar: «¡Mira Fulano!» «¡Mira Menganita!...» «Casa-Vieja te saluda...» «Agur, Ramiro». ¡La hubiera arrojado por la ventanilla de muy buena gana!

Palabra del Dia

godella

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