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Actualizado: 19 de mayo de 2025


Joven aún, sólo revelaban su edad aquellos ojazos claros de virgen, inocentones y tímidos. El cuerpo, un puro esqueleto; y en el pelo rubio, de un color de mazorca tierna, aparecían ya las canas á puñados antes de los treinta años. ¿Qué vida le daba Pimentó? ¿Siempre tan borracho y huyendo del trabajo? Ella se lo había buscado, casándose contra los consejos de todo el mundo.

Sintió el herido que toda su sangre afluía á su corazón, que éste se detenía como paralizado algunos instantes, para después latir con más fuerza, arrojando á su rostro una oleada roja y ardiente. Adivinaba lo ocurrido allá lejos; se lo decía el corazón: Pimentó acababa de morir.

Aquel Pimentó tenía el pellejo duro, y arrojando sangre y barro iba tal vez á rastras hasta su barraca. De él debía proceder un vago roce que creyó percibir en los inmediatos campos semejante al de una gran culebra arrastrándose por los surcos; por él ladraban todos los perros de la huerta con desesperados aullidos.

Conocía las amenazas de Pimentó, el cual, apoyado por toda la huerta, juraba que aquel trigo no había de segarlo su sembrador, y Batiste casi olvidaba á sus hijos para pensar en sus campos, en el oleaje verde que crecía y crecía bajo los rayos del sol y había de convertirse en rubios montones de mies. El odio silencioso y reconcentrado le seguía en su camino.

La mujer y las hijas del arruinado labrador fuéronse con unas vecinas á pasar la noche en sus barracas. El tío Barret se quedó allí, bajo la vigilancia de Pimentó. Permanecieron los dos hombres hasta las diez sentados en sus silletas de esparto, á la luz del candil, fumando cigarro tras cigarro. El pobre viejo parecía loco.

Este movimiento de la huerta hacia la barraca de su enemigo era una prueba de que Pimentó se hallaba grave. Tal vez iba á morir. Estaba seguro de que las dos balas de su escopeta las tenía aún en el cuerpo. Y ahora, ¿qué iba á pasar?... ¿Moriría él en presidio, como el pobre tío Barret?... No; se continuarían las costumbres de la huerta, el respeto á la justicia por mano propia.

Por allí andaba Pimentó, que acababa de llegar de la taberna con cinco músicos, tranquila la conciencia después de haber estado durante algunas horas junto al mostrador de Copa. Afluía cada vez más gente á la barraca. No había espacio libre dentro de ella, y las mujeres y los niños sentábanse en los bancos de ladrillos, bajo el emparrado, ó en los ribazos, esperando el momento del entierro.

Todos, en su furia creciente, acudían á Pimentó. ¿Podía esto consentirse? ¿Qué pensaba hacer el temible marido de Pepeta? Y Pimentó se rascaba la frente oyéndoles, con cierta confusión.

En la barraca de Tòni, conocido en todo el contorno por Pimentó, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura, de carne blancuzca y flácida en plena juventud, minada por la anemia, y que era sin embargo la hembra más trabajadora de toda la huerta. Al amanecer ya estaba de vuelta del Mercado.

No dormía, no: escuchaba los ronquidos de su mujer, acostada junto á él, y de sus hijos, abrumados por el cansancio; pero los oía cada vez más hondos, como si una fuerza misteriosa se llevase lejos, muy lejos, la barraca, y él, sin embargo, permaneciese allí, inerte, sin poder moverse por más esfuerzos que intentaba, viendo la cara de Pimentó junto á la suya, sintiendo en su rostro la cálida respiración de su enemigo.

Palabra del Dia

bagani

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