Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !
Actualizado: 22 de junio de 2025
El nuevo presbítero era casi un niño por la apariencia: los ojos azules, profundos y tristes, la tez blanca y nacarada como la de una dama, los cabellos rubios, el cuerpo delgado y esbelto. La emoción le tenía ahora muy pálido: esto hacía aún más interesante su fisonomía espiritual.
Por fin, vestida de amarillento brocado que los toques de plata y las rojizas labores asemejaban a una tela de casulla, el cabello rizado con primor por debajo de la toca de plumas y terciopelo, levantada por el corcho de los chapines, enjoyada como una Milagrosa, aliñada, abullonada, crujiente, comenzó a pasearse por la habitación, mirando, por encima de su hombro, las cenefas de la nacarada basquiña y la pompa del faldellín.
Ambos hablaban y reían con un aplomo de buen gusto, pero que no por eso dejó de atacar los nervios un poco irritables del señor de Candore, el cual arrojó el cigarro medio fumado y bajó rápidamente al encuentro de su prima. Blanca se disponía a volver a la quinta con las facciones animadas por el ardor del juego, mientras la sangre corría más viva bajo su piel transparente y nacarada.
Su tez era cada día más fina, más tersa, más nacarada. Era un milagro de la naturaleza. Y sobre aquella tez lucían sus grandes ojos negros sombríos, salvajes, con un fuego misterioso y sensual. Sus cabellos, que daban en azules de tan negros, caían ondeados sobre la frente ocultándola a medias. Su garganta, amasada con leche y rosas, pedía a gritos el homenaje de los labios.
Las tres señoras de Porreño y Venegas vivían en una humilde casa de la calle de Belén: esta casa constaba de dos pisos altos, y aunque vieja no tenía mal aspecto, gracias á una reciente revocación. No había en la puerta escudo alguno, ni empresa heráldica, ni portero con galones en el zaguán, ni en el patio cuadra de alazanes, ni cochera con carroza nacarada, ni ostentosa litera.
Gonzalo arrojó también lejos de sí la rodela que llevaba colgada del cinto. El cielo, todo entoldado, de nubes transparentes, esparcía sobre la callada ciudad una lumbre misteriosa de amanecer. Hacia el naciente, nacarada aureola rodeaba la escondida perla del plenilunio. Los aceros se cruzaron. Gonzalo paraba los golpes con maestría, acechando el instante.
Y ella, la soberana, los contemplaba desnuda desde su movible trono, coronada de perlas y estrellas fosforescentes extraídas del fondo de sus dominios, blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como la espuma, sin más alteración en su alba majestad que un rubor de rosa húmedo, igual al barniz de las caracolas, que coloreaba su boca y sus calcañares, el pétalo final de sus pechos y el botón convexo de su vientre, mar de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul.
Efectivamente: ese equilibrio y ese sosiego y esa honrada disciplina, y no otras cosas más feas, acusaban el tranquilo y hondo mirar de sus rasgados ojos azules, su boca tan bien plegadita y tan fresca, la blancura nacarada de su tez, la riqueza sobria y elegante de los contornos de su busto, la finura de su talle y el aplomo reposado y la gallardía de su andar.
Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como V. puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado en la esquina de la primer bocacalle, en contemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomose al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado por lo que a mí respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo.
No; usted vendría conmigo... Con usted mejor. Le miró un momento, y luego sus ojos volvieron hacia el mar. Estaban húmedos, como si esta contemplación agolpase las lágrimas en sus córneas. Brillaban con una luz nacarada semejante a la de la luna. De pronto, sus labios empezaron a murmurar algo como un rezo.
Palabra del Dia
Otros Mirando