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Tendió los brazos en torno de él, apretándolo contra sus pechos nutridores y eternamente virginales, contra su vientre de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul. Una atmósfera densa y verdosa daba á su blancura un reflejo semejante al de la luz en las cuevas del mar...

Y besó con éxtasis aquellos ojos azules profundos, melancólicos, aquella tez nacarada, aquellos bucles dorados que circuían su rostro como un nimbo de luz. ¡Oh, qué hermoso pelo! ¡Qué cosa tan hermosa, Dios mío! Y apretaba sus labios contra él y hasta sumergía el rostro entre sus hebras con tanta voluptuosidad y ternura que estaba a punto de llorar.

No obstante, había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos. Presentación se había vuelto de espaldas por completo.

De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!...» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna.

Junto a él, sin miedo alguno, gorriones entumecidos se secaban el plumaje sobre el parapeto. Otros se tomaban del pico amorosamente. Ya se distinguían, a pocos pasos, las rojas amapolas y las borrajas azules, abriendo sus pétalos entre las hierbas infinitas que crecían sobre el adarve, con más vigor que en el campo. La niebla comenzó a disiparse, a hacerse más nacarada, más diáfana.

Con la vista fija en los cartones y un grano de maíz entre los dedos, los tertulianos permanecían silenciosos y atentos, excepto nuestro señorito que á menudo se inclinaba hacia la oreja nacarada de Carmen para decirle algunas palabras.