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Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida, trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a la torre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerrado como si fuese sordo. No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, y luego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llama de la vela.

Ya que don Pablo deseaba el matrimonio de Margalida con el señor y daba palabra de que esto no traería ninguna desgracia a la atlota, podían casarse. Era un gran infortunio para los dos viejos verla marcharse de la isla, pero preferían esta tristeza a conservar a su lado como yerno a Febrer, que les inspiraba un respeto irresistible.

En los tiempos de prosperidad, cuando habitaba él su palacio de Palma, de ser Margalida una criada de su madre, sólo habría sentido por ella el apetito que inspira la frescura de la juventud, sin nada que se pareciese al amor. Otras mujeres le dominaban entonces con la seducción de sus artificios y refinamientos.

Las mujeres prorrumpían en lamentos. La madre de Margalida, olvidando toda prudencia, juntaba las manos y elevaba los ojos con una expresión de terror. «¡Reina Santísima!...» Febrer, a quien el descanso en la cama había devuelto la serenidad, extrañábase de estas exclamaciones.

Entró con paso decidido, sin saludar a nadie, seguido del perro, que olisqueaba sus piernas con gruñido cariñoso, y fue rectamente a ocupar la silla vacía junto a Margalida: el lugar reservado a los pretendientes. Al sentarse se echó atrás la capucha y fijó sus ojos en la muchacha. ¡Ah! gimió ésta, pálida, con los ojos agrandados por la sorpresa.

Al verse Febrer en una pieza de Can Mallorquí, tendido en una cama alta tal vez la cama de Margalida , fue dándose cuenta de lo ocurrido poco antes. Había llegado por su pie a la alquería, apoyado en Pep y su hijo, sintiendo a sus espaldas unas manos de simpático tacto que parecían temblar.

Valls aprobaba este casamiento. ¿La quería Febrer? Pues adelante... Esto era más lógico que la boda con su sobrina por los millones del padre. Margalida era una gran mujer.

Desde hacía algún tiempo que andaba como loco, sin discurrir otra cosa que disparates. ¿Y todo por qué?... Por amar absurdamente a una muchacha que podía ser su hija; por un capricho casi senil, pues él, a pesar de su relativa juventud, veíase viejo, triste y miserable ante Margalida y los rústicos atlots que se agitaban en torno a su belleza. ¡Ay, el ambiente! ¡El maldito ambiente!

Quedamos en que quiero a Margalida, y voy a su cortejo con el mismo derecho que cualquier muchacho de la isla. Hay que respetar los usos antiguos. Y sonrió ante el gesto malhumorado del payés. Pep movía la cabeza en señal de protesta, repitiendo que aquello era imposible.

Continuaron juntos la marcha hacia Can Mallorquí, y sin saber cómo, Febrer se vio delante, caminando al lado de Margalida, mientras la esposa de Pep marchaba tras ellos con el lento paso de su debilidad, buscando apoyo en su hijo. La madre estaba enferma: una enfermedad incierta que hacía levantar los hombros al médico en sus raras visitas y excitaba la imaginación de las curanderas de la isla.