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Actualizado: 3 de julio de 2025
La madre, que trenzaba cestos en un rincón, sintióse alarmada en sus instintos de mujer. Su alma simple se dio cuenta del estado de Margalida. El padre, viendo la inquietud de aquellos ojos de animal triste y resignado, intervino oportunamente. «Las nueve y media...» Hubo un movimiento de sorpresa y protesta en el grupo de los atlots.
Mírala, es mi novia había dicho una mañana a Margalida, mientras ésta limpiaba la habitación . ¿Verdad que es hermosa?... Debió ser princesa de Tiro o Ascalón, no lo sé cierto; pero lo que sé indiscutiblemente es que estaba reservada para mí. Me amaba cuatro mil años antes de nacer yo, y ha venido a buscarme a través de los siglos.
Jaime se recluía en su aislamiento, y ellos se acordaban menos del señor. Hacía tiempo que Margalida no se presentaba en la torre. Era otra: diríase que había despertado a una nueva existencia. La sonrisa inocente y confiada de su pubertad habíase trocado en un gesto de reserva, como mujer que conoce los peligros del camino y marcha con paso tardo y prudente.
Tenía barcos, tenía esclavos, tenía trajes de púrpura y palacios con terrazas que eran jardines; pero lo abandonó todo por ocultarse en el mar, esperando durante siglos y siglos que una ola la arrastrase a la playa para ser recogida por el tío Ventolera y que éste la trajese a mi casa... ¿Por qué me miras así? Tú, pobrecita, no entiendes estas cosas. Margalida le miraba con asombro.
Y él caía y caía, durante años, durante siglos, hasta sentir en su espalda la blandura de la cama... Abría entonces los ojos. Margalida estaba allí, contemplándolo con expresión de terror a la luz del candil. Debían ser las altas horas de la noche. La pobre muchacha suspiraba de miedo mientras le cogía los brazos con sus manecitas temblorosas. ¡Don Chaume!¡Ay, don Chaume!...
Había que huir: en la isla no quedaba sitio para él. Bien podría ser que le engañase su pesimismo al apreciar la importancia del afecto que le había empujado hacia Margalida. Tal vez no era deseo, sino amor, el primer amor verdadero de su vida: casi estaba seguro de ello. Pero aunque así fuese, había que olvidar y huir; huir cuanto antes.
Aún tuvo serenidad para sonreír con una sonrisa forzada, fingiendo creer en una broma del señor. No repuso Febrer con energía . Hablo seriamente. Di, Margalida... «Flor de almendro»... ¿Y si yo fuese uno de tus novios? ¿Y si yo me presentase en el cortejo? ¿Qué contestarías?...
Margalida descolgaba del techo de su cuarto la falda de fiesta, y luego de ponérsela, con el pañuelo rojo y verde cruzado sobre el pecho, otro más pequeño en la cabeza y un largo lazo de cintas al extremo de la trenza, colocábase las cadenas de oro que le había cedido su madre, e iba a sentarse sobre el abrigais, doblado en una silla de la cocina.
Dolíanle como un remordimiento sus audaces palabras, el susto de Margalida, la carrera de terror con que había terminado la entrevista. ¡Qué disparate el suyo!... Era el resultado de su viaje a la ciudad, la vuelta a la vida civilizada que había trastornado su calma de solitario, despertando pasiones de antaño; la conversación de los jóvenes militares, que vivían con el pensamiento puesto en la mujer... Pero no, no estaba arrepentido de su acción.
¡Margalida! ¡Margalida! Y tras estos llamamientos, que excitaban la curiosidad de la atlota haciendo que elevase los ojos para fijarlos interrogantes en los de Febrer, éste se lanzó por fin a hablar, preguntándola por los progresos de su noviazgo. ¿Se había decidido por alguien? ¿Quién iba a ser el afortunado? El Ferrer... ¿el Cantó?...
Palabra del Dia
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