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Pero una afirmación pesimista le arrancó al poco tiempo de esta duda cruel. Margalida no le amaba, no podía amarle.

Salían las muchachas a bailar, sacadas por los mozos, y Margalida permanecía al lado de su madre, contemplada codiciosamente por todos, pero sin que nadie osase avanzar para invitarla. El mallorquín sintió renacer en él las aficiones camorristas de su primera juventud.

Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.

Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensa inferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y no habría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido del presidio?... Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó, sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga. Erguíase, como si su debilidad fuese una nueva fuerza.

Y se apartó de la cama para que viese a Margalida, oculta tras el capitán, encogida y vergonzosa ahora que el señor podía mirarla con ojos limpios de fiebre. ¡Ah, «Flor de almendro»!... La mirada de Jaime, tierna y dulce, la hizo enrojecer. Tuvo miedo de que el enfermo pudiera acordarse de lo que ella había hecho en los momentos más críticos, cuando estaba casi segura de que iba a morir.

Rio maliciosamente al hablar así, apretando las manos de Febrer, y éste, por su parte, no quiso preguntar más, temeroso de sufrir una decepción. Una vez, al entrar Margalida en el dormitorio, Valls la cogió de un brazo, llevándola junto al lecho.

Contemplaba amorosamente a Margalida, y si volvía la vista era para mirar altivamente a los amigos, que le contestaban con gestos de lástima. Al dar una vuelta, estuvo próximo a caer; al dar un gran salto, sus rodillas se doblaron.

Febrer se marchó a la torre. Margalida y su hermano apenas se fijaron en el señor. Habían abandonado la mesa para hablar más libremente del baile de la tarde, con una alegría de muchachos a los que estorba la presencia de una persona grave.

Extrañábase ahora de su anterior torpeza, que le había hecho contemplar a Margalida, meses y meses, como una niña, como un ser asexual, sin percatarse de sus gracias. ¡Qué mujer!... Recordaba con desprecio aquellas señoritas de la ciudad por las que suspiraban los militares recluidos en la fonda.

No; el cordero rabioso no era el que había venido a la torre del Pirata a matarle. Sus escandalosas vociferaciones bastaban para demostrarlo. El señor pasó tranquilamente la primera parte de la noche. Luego de cenar, cuando se fue el hermano de Margalida con la triste certeza de que su padre no desistía de llevarlo al Seminario, Jaime cerró la puerta, colocando tras ella la mesa y las sillas.