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Y Pepet sonreía con feroz deleite, como un pequeño salvaje que ve próxima una matanza. Admiraba a Margalida, reconociendo en ella una autoridad mayor que la del padre, por lo mismo que no estaba basada en el miedo a los golpes. Ella lo dirigía todo en la casa. La madre marchaba tras sus pasos como una doméstica, no osando hacer nada sin consultarla.

Casi llegó a olvidar a los enemigos que le rodeaban. Pensaba con inquietud en Margalida. Sintió el escalofrío del enamorado cuando adivina la proximidad de la mujer adorada y duda de su suerte, temiendo y deseando al mismo tiempo su aparición.

Pero Margalida, como si se viera amenazada de un peligro, se desasió de sus manos, huyendo de la habitación. Bueno dijo el capitán . Ya os besaréis dentro de un rato: cuando yo no esté.

No; yo no soy un gran señor, yo soy un desgraciado. eres más rica que yo, pues vivo de vuestra limosna... Tu padre desea para ti un marido que cultive sus tierras. ¿Aceptas que sea yo, Margalida? ¿Me quieres, «Flor de almendro»?... Con la cabeza baja, huyendo de una mirada que parecía quemarla, ella siguió hablando sin saber lo que decía. «¡Locura!

Jaime vio por primera vez en las evoluciones del baile a Margalida, que hasta entonces había permanecido oculta entre sus compañeras. ¡Hermosa «Flor de almendro»! Febrer la encontraba más bella al compararla con sus amigas, morenas y curtidas por el sol y el trabajo.

Pero a los pocos versos ya no habló el improvisador de las atlotas en general, sino de una sola, ambiciosa y sin corazón. Febrer miró instintivamente a Margalida, que permanecía inmóvil, con los ojos bajos, pálidas las mejillas, como asustada, no de lo que escuchaba, sino de lo que indudablemente vendría después.

¿Para qué seguir en esta tierra? ¿Qué esperanza le retenía?... Margalida, como si resultase superior a sus fuerzas la sorpresa experimentada al conocer su amor, huía de él, se ocultaba silenciosa, sólo sabía llorar, y las lágrimas no eran una respuesta.

Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla.

Su timidez y el respeto «al amo» le hacían vacilar, pero al fin se había decidido. El noviazgo de Margalida le tenía de mal humor. ¿Había estado muy regañón el viejo?... Queriendo esquivar Febrer estas preguntas, le hizo otras con cierta ansiedad. ¿Y «Flor de almendro»? ¿Qué decía cuando el Capellanet le hablaba de él? Se irguió el muchacho con petulancia, satisfecho de proteger al señor.

La madre, luego de varios intentos para despertar a su esposo, sin conseguir otro éxito que palabras incoherentes seguidas de nuevos ronquidos, había rezado hasta el amanecer por el alma del señor de la torre, creyéndolo muerto. Margalida, que dormía cerca de su hermano, le había llamado con voz queda y angustiosa al oír los primeros tiros. «¿Oyes, Pepet?...»