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«¡Flor de almendro!...» Al oír la muchacha este nombre en boca del señor, el carmín de una expansión sanguínea ocultó momentáneamente la suave blancura de su tez... «¿Ya sabía don Jaime este nombre?... ¿Un señor como él se enteraba de tales tonterías?...» Febrer sólo vio ya la copa y las alas del sombrero de Margalida.

Las dos manos de Febrer estrecharon la diestra de Margalida. ¡Ay! ¿era verdad lo que decía el capitán?... Sus ojos buscaron los de la atlota, que permanecían bajos, mientras la emoción blanqueaba sus mejillas y hacía palpitar las alas de su nariz. Ahora, besaos dijo Valls, empujando suavemente a la muchacha, hacia el enfermo.

Parecía que algo fúnebre pesaba sobre ellos, obligándolos a permanecer en silencio, con la vista baja y los labios apretados, como si en la habitación inmediata hubiese un muerto. Era la presencia del extraño, del intruso, ajeno a su clase y sus costumbres. ¡Maldito mallorquín!... Cuando hubieron pasado todos los mozos por la silla inmediata a Margalida, el señor se levantó.

Margalida, los ojos puestos en el misterio de las estrellas, cantaba romances ibicencos con voz infantil, más fresca y suave al oído de Febrer que la brisa que poblaba de leves estremecimientos la azul confusión de la noche.

Tal vez a impulsos del próximo parentesco se decidiese a regalarle una de aquellas joyas. Puede ser que Margalida le quiera, y entonces el Ferrer me una de sus pistolas. ¿Usted qué cree, don Jaime?...

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchaban apresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían de los Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a una fuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y la palmera al abrigo de las rocas.

Desde que estaba en Can Mallorquí, todos parecían pendientes de sus mandatos, admirándolo como un personaje poderoso y jovial. Margalida ruborizábase con sus palabras y guiños, pero le quería al verle tan abnegado. Recordaba sus ojos llenos de lágrimas una noche en que todos creyeron que iba a morir don Jaime. Valls había llorado al mismo tiempo que mascullaba maldiciones.

Notaba en él la mano adicta de Pep y la gracia de Margalida. Jaime se fijaba en lo nítido de las paredes, en la limpieza de las tres sillas y la mesa de tablas, muebles fregoteados por la hija de su antiguo arrendatario. Unos aparejos de pesca extendían sus mallas por los muros con ondulaciones de tapiz. Más allá colgaban la escopeta y un bolso de municiones.

La atloteria, contenta del accidente, que añadía algún tiempo más a su cortejo, contemplaba a Margalida vestida con su traje de gala, sentada en el centro de la pieza, junto a una silla vacía. Todos habían pasado por ésta en el curso de la noche; algunos miraban con cierta ansiedad al asiento, pero sin atreverse a ocuparlo de nuevo.

Trabajo le daba a todos teniendo enfrente a un hombre como el Ferrer. Aunque su hermana se inclinase hacia otro, el agraciado tendría que vérselas luego con Pere, el bravo glorioso, quitándolo de en medio. Iban a verse cosas grandes. Del cortejo de Margalida se hablaba ya en todas las casas del cuartón; su fama acabaría por extenderse a toda la isla.