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Actualizado: 3 de julio de 2025
Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionado gran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en el Ferrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacía desafiar la persecución de la Guardia civil, tal vez próxima; contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por este homenaje.
Preocupábale otra cosa, aparte de la voluntad de Margalida. Mientras hablaba, su pensamiento iba hacia sus antiguos amigos, los atlots que cortejaban a «Flor de almendro». «¡Atención, señor! ¡Mucho ojo!...»
La mujer de Pep y su hijo pasaron insensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda, acabaron por detenerse sin saber lo que hacían. ¡Margalida!... ¡«Flor de almendro»!... ¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como en sus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?... ¡Una payesa! ¡una chiquilla!...
Así no podrían decir aquellos atlots sin más horizonte que el de la isla, que era un desesperado ansioso de unirse con la familia de Pep para recuperar las tierras de Can Mallorquí. ¿Por qué se asombraba tanto el payés de que él pretendiese a Margalida?
Un honor para la parroquia de que ella era hija. ¡Ingenua y graciosa Margalida! Febrer gustaba de hablar con ella, gozándose en el asombro que sus relatos de otras tierras y sus bromas, dichas con gesto grave, despertaban en su alma simple... No tardaría en traerle la comida. Hacía media hora que una columna tenue de humo flotaba sobre la chimenea de Can Mallorquí.
A todos ellos les inquietaba el porvenir. ¿Quién merecería al fin ser el marido de Margalida?... Durante las noches de invierno, Febrer, recluido en su torre, miraba una lucecita que brillaba a sus pies: la de Can Mallorquí. No eran noches de festeig, la familia debía estar sola, cerca del hogar; pero él manteníase firme en su aislamiento. No, no bajaría.
Habló con acento firme, poniendo un intento de fascinación en la fijeza apasionada de sus ojos, aproximando su boca a ella, como para acariciarla con el susurro de sus palabras... ¿Y él? ¿qué pensaba Margalida de él?... ¿Y si se presentase un día a Pep diciendo que quería casarse con su hija?... ¡Usted! exclamó la muchacha . ¡Usted, don Jaime!
Otra vez pensaba en el noviazgo de Margalida con una molestia semejante a la de los celos. ¿Y esta muchacha iba a ser para uno de aquellos bárbaros de tez obscura, que la sometería como una bestia a la servidumbre de la tierra?... ¡Margalida! murmuró como si fuese a revelarle algo importante . ¡Margalida!... Pero no dijo más.
¿Conocía don Jaime al Cantó, un atlot malucho del pecho, que no trabajaba y pasaba los días tendido a la sombra de los árboles, golpeando el tamboril y mascullando versos?... Era un blanco cordero, una gallina, con ojos y piel de mujer, incapaz de hacer frente a nadie. También éste pretendía a Margalida; pero el Capellanet juraba meterle el tamboril por el cogote antes que aceptarlo como cuñado...
Pepet abandonó su posición de bestezuela en descanso, libertando las piernas encogidas del anillo de los brazos para erguirse de un salto... Era Margalida la que llamaba... Su padre debía reclamarle para algún trabajo, en vista de su tardanza. El señor le retuvo por un brazo. Déjala que venga dijo sonriendo . Hazte el sordo, para que grite.
Palabra del Dia
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