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Además no había en Sarrió piloto o marinero que se las pudiese haber con él en lo referente a la mar, lo mismo en el conocimiento del tiempo, que en las maniobras de los barcos; en todos los secretos de la navegación. La lucecita verde se iba acercando con lentitud.

Quizás la víctima merecía serlo; pero la vencedora no tenía nada que ver con que lo mereciera o no, y en el altar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión. Santa Cruz, en su perspicacia, lo comprendió, y trataba de librar a su esposa de la molestia de complacer a quien sin duda no lo merecía.

Como los niños de los cuentos de hadas, cuando se pierden en obscura y tempestuosa noche, en medio de un bosque lleno de malezas, precipicios y tal vez fieras, veo siempre a lo lejos resplandecer la lucecita que ha de guiarnos a un espléndido alcázar, donde genios bienhechores han de albergarnos, restaurarnos y regenerarnos.

Hace años que me siento sola, como si no existiese en el mundo otro ser que yo. Ricardo había olvidado su inquietud de momentos antes, para escucharla con un interés crédulo, aceptando todas sus palabras. Pero ¿y su marido?... Una lucecita irónica pareció temblar en los ojos de ella al oir esta pregunta inocente. Pero contuvo su burlona admiración, para contestar con tristeza: No hablemos de él.

A todos ellos les inquietaba el porvenir. ¿Quién merecería al fin ser el marido de Margalida?... Durante las noches de invierno, Febrer, recluido en su torre, miraba una lucecita que brillaba a sus pies: la de Can Mallorquí. No eran noches de festeig, la familia debía estar sola, cerca del hogar; pero él manteníase firme en su aislamiento. No, no bajaría.

Las olas, que rompían blandamente contra las peñas más próximas, blanqueaban de vez en cuando en la obscuridad. ¿Dónde está? preguntaron varios de los espectadores del teatro sacándose los ojos por ver algo. Allí. ¿Dónde? ¿No ve usted aquí, hacia la izquierda, una lucecita verde?... Siga usted mi mano. ¡Ah, , ya la veo!

Estaba en pie sobre uno de los asientos adheridos al pretil del paredón, con unos enormes anteojos de mar dirigidos hacia la lucecita verde que brillaba con intermitencias allá a lo lejos. Era con mucho la figura más elevada que salía del grupo de espectadores. ¡Don Melchor, usted aquí ya!... Acabo de enviarle un recado a su casa.

Se afirmó más en esta idea al ver de pronto una lucecita que a cierta distancia brillaba en las tinieblas, según sucede a menudo a los niños cuando en los cuentos de hadas se extravían en un bosque. Don Paco era valeroso y no propendía, sin ser incrédulo, a recelar frecuentes y medrosas apariciones de vestigios, de almas del otro mundo o de otros seres sobrenaturales.

La vida, que hervía exuberante en su naturaleza de atleta, rechazó con indignación aquel fugaz pensamiento de muerte. Un suceso insignificante, la aparición de una lucecita verde en los confines del horizonte, bastó para divertir su imaginación de aquellas ideas tristes. «Un barco que quiere entrar se dijo. ¿Qué hora será? Si fuese un poco más temprano, me quedaría.

Mi ilusión era verla morir entre mis brazos como una lucecita que se apaga; ser para ella lo que no fui para mi padre... Pero la venda ha caído de sus ojos; yo no soy más que una pecadora que con mi presencia turbo su vida... Me voy, pues. Ya he dicho a Beppa que mañana arregle los equipajes... Rafael, dueño mío, esta es la última noche... Pasado mañana ya no me verás.