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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Pesaba sobre ellos, como cadena de insufrible presidio, la casta virtud ibicenca, el exclusivismo isleño, receloso para los forasteros. Allí no se bromeaba con el amor, no se perdía el tiempo en galanteos; o la indiferencia hostil, o el noviazgo honesto para casarse cuanto antes.
El tío Ventolera, por no ser menos, narraba historias de piratas y de valerosos marineros de Ibiza, apoyándolas con el testimonio de su padre, que había sido paje en el jabeque del capitán Riquer, asaltando detrás de este héroe la fragata Felicidad, del temible corsario «el Papa». Entusiasmado por los recuerdos heroicos, canturreaba con su voz trémula las coplas con que la marinería ibicenca había celebrado el triunfo; coplas en castellano, para mayor solemnidad, y cuyas palabras desfiguraba el tío Ventolera.
Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionado gran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en el Ferrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacía desafiar la persecución de la Guardia civil, tal vez próxima; contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por este homenaje.
Permanecía aparte de la vida ibicenca, sin mezclarse en sus costumbres. Era un señor entre los payeses, un forastero. Aquéllos le trataban respetuosamente, pero con un respeto frío. La existencia tradicional de estas gentes, ruda y un tanto feroz, le atraía con la fuerza de todo lo que es extraordinario y de contornos vigorosos.
Palabra del Dia
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