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Actualizado: 17 de junio de 2025


Sólo servían de estorbo, interrumpiendo con sus gestos y sus nerviosidades las meditaciones de los hombres. Juega como una bestia dijo con brutalidad , juega como una mujer... ¡El dinero que lleva perdido tontamente!... Castro intervino, como si quisiera evitar que esta conversación se prolongase. ¿Y el conde? preguntó á Lewis . ¿Dónde esta? El coronel se interesa mucho por él.

Los cuatro testigos experimentaron la misma sensación que si el día se hubiese, paralizado, quedando el sol inmóvil para siempre. El tiempo no existía. ¡Dos! suspiró don Marcos, y le pareció que sus labios no acababan nunca de proferir esta palabra, como si estuviese compuesta de una cantidad infinita de sílabas. Lewis había olvidado la existencia del Casino; sólo veía lo presente.

Mas el uniforme, en vez de estar rematado por unos pantalones, tenía como final una falda corta sobre polainas de cuero rojo. Era la sobrina de Lewis. Había estado dos tardes en Villa-Sirena correteando por sus jardines. Miguel contempló una vez más su enfermiza delgadez, que iba tomando el aspecto miserable de la consunción.

Sus primeras palabras fueron poco gratas para el coronel y Lewis. ¿Qué era aquello de un «civil» permitiéndose insultar á un soldado que estaba convaleciente de sus heridas? ¿Y qué monserga la de proponer un duelo en plena guerra?

Pero este título correspondía por herencia al hijo primogénito, y únicamente Toledo, dado á exagerar la valía de sus amistades, llamaba al segundón lord Lewis. Para Atilio, era «el Decano». Llevaba veinticinco años en Monte-Carlo, y los viejos empleados del Casino, al ver su triste calvicie inclinada sobre las mesas, recordaban al gentleman de otros tiempos, elegante, alegre, vigoroso.

Recuerda unas frases de su amigo Lewis; frases tristes, dichas en uno de los almuerzos en Villa-Sirena: «La vida es rara y desigual en su curso.

Hasta iba en busca suya, y el conde se dejaba traer, con sus libros de misterios y su prodigioso rosario, sin hablar una palabra de lo que había descubierto en sus viajes. Al ver el príncipe á Lewis después de dos años de ausencia, tuvo que disimular su triste sorpresa. Sólo los ojos, claros, reposados y dulces, recordaban la perdida frescura del gentleman elegante y vigoroso.

Está aquí; la han enviado sus jefes casi á la fuerza para que descanse y se reponga. Pero se escapa á Mentón, á Niza, allí donde hay heridos, queriendo reanudar su servicio. ¡Si á lo menos se casase!... Mas no: morirá como los otros. Y yo quedaré solo, y seré lord, el tercer lord Lewis: lord Lewis el historiador, lord Lewis el gobernador colonial, y lord Lewis el inútil...

Otro tren avanzó en dirección inversa, un tren interminable, que iba saliendo de las profundidades del Océano. Hurras, silbidos, blusas negras, cuellos azules, gorritos que parecían de papel. «¡Buenas tardes, príncipeUna sonrisa luminosa de virgen anémica: lady Lewis con sus dos ciegos, hermosos y trágicos... Su pistola bajaba.

Un gentleman aviejado y cada vez más flaco, que juega y pierde en los primeros días de todos los meses, dice con desesperación á los que le escuchan, cuando ve desaparecer sobre el tapete sus últimas fichas: Yo soy el lord Lewis que aparece en ese libro sobre Monte-Carlo, escrito por «Ibanez», el novelista español.

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