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Actualizado: 17 de julio de 2025


Y se había metido en las salas de juego, lugar vedado á los oficiales. No podía el coronel hacerse ilusiones sobre la duración de este momento, á pesar de que iban transcurridas cerca de dos horas. Después de separarse de los capitanes, encontró á Lewis en una mesa de «treinta y cuarenta», teniendo ante sus manos un montón de placas de mil francos.

Se tropezó con un señor que caminaba entre las mesas agitando las manos detrás de su espalda y mascullando frases ininteligibles. El amigo Lewis. ¿Ha visto usted cómo juega? dijo con acento de cólera al reconocer al príncipe . Como una bestia, como una verdadera bestia.... No debían dejar entrar á las mujeres. Toda la tarde había estado perdiendo, de acuerdo con las reglas y la experiencia.

Atilio y el príncipe vieron á Lewis de pie ante el mostrador, bebiendo uno de aquellos whiskys que serenaban su ánimo y le permitían reanudar las retorcidas combinaciones que habían de devolverle su herencia paterna y restaurar su castillo. Le llamaron para enterarse de la suerte de la duquesa. Lewis se encogió de hombros con una expresión de escándalo y de protesta.

Debe ser de lord Lewis sigue diciendo . Cuando le va mal en el Casino, sube á ver á su sobrina. Su Alteza sabrá seguramente que, con la muerte de lady Lewis, él es ahora lord... verdaderamente lord. Levanta el príncipe sus hombros. ¡Vanidades humanas en este lugar, que da á todas ellas un carácter grotesco!...

Los ojos interrogantes de Lubimoff quedaron fijos en la inglesa. ¿Qué luz y qué camino eran estos?... Pero otra cosa le interesaba más: la causa de su visita, aquella misión que le había encargado la duquesa para él. Lady Lewis adivinó sus pensamientos. Me ha pedido que le vea, príncipe; es su último deseo al huir del mundo.

Hasta se levantó de su asiento, abandonando el juego para oir al coronel. Quiso llevárselo al bar, afirmando que ante un whisky se habla mejor, y Toledo adivinó por su aliento que ya llevaba bebidos algunos para celebrar su buena suerte. Lewis estaba dispuesto á servir á su amigo Lubimoff.

A Lewis no lo abandonaba para comprar tabaco; pero los libros recién adquiridos hablaban de un narcótico empleado en Asia que hacía ver el porvenir, de una gitana de Granada que podía matar á las personas con solo el deseo y unas palabras misteriosas, y allá se iba, bajo la fe de anónimos autores que nunca habían salido de París.

Seguramente pasaba de veinte metros, ¡una falsedad! ¡una villanía!... ¡Que Dios y los caballeros se lo perdonasen! Otra vez salió á luz la pieza de cinco francos. Había que sortear el sitio de cada contendiente. El capitán parisién acogió la proposición con aire aburrido. ¡Pero si le he dicho que haga lo que quiera!... Lewis runruneaba de impaciencia por debajo de su bigote.

Atilio y Lewis también le habían buscado muchas veces. Miguel estaba seguro de que era amigo de la duquesa de Delille, y en más de una ocasión habría visto sus lágrimas. Facilitaba dinero al cinco por ciento... cada veinticuatro horas, y entretenía sus ocios estudiando de lejos á los recién llegados, por si se ofrecían como nuevos clientes.

El recuerdo de sus flirts, que á estas horas se removían en sus camas cubiertos de vendajes, ansiosos de la presencia de lady Lewis, ó permanecían en un banco con los ojos inmóviles vueltos hacia el sol, negándose á pasear por faltarles el suave apoyo de su brazo, le hizo abandonar su asiento. «¡Adiós, príncipeLos enamorados la esperaban.

Palabra del Dia

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