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Actualizado: 17 de octubre de 2025


Los grandes tratadistas anunciaron desde el principio que la guerra terminaría en el otoño de 1918. Era cosa sabida. Yo lo he dicho siempre, y usted, Lewis, me lo ha oído muchas veces. Su admirador hace un gesto de extrañeza. Pero no puede poner en duda la ciencia de su sabio amigo, y prefiere admitir que es él quien ha olvidado las afirmaciones del otro. Además, no debió entenderlas.

Pasaban militares convalecientes, unos con los ojos inmóviles, dando golpes de bastón ante sus pasos, otros vacilantes por la debilidad ó las amputaciones. Una voz femenina, suave y dulce, saludó al príncipe. Era una enfermera delgadísima que avanzaba llevando del brazo á dos oficiales ciegos. Miguel y don Marcos reconocieron á la sobrina de Lewis.

Después de echar un vistazo detrás del castillo, se decidió por el patio, limpio de árboles. Colocaría á los contendientes de modo que sus figuras no resaltasen sobre un fondo de pared. Lewis, á pesar de sus prisas, creyó necesario hacer los honores de la casa. «¿Una copa de whisky?...» Como no le habían dado tiempo para prepararse, y él habitaba ahora en Monte-Carlo, su despensa estaba vacía.

Era absurdo ganar de tal modo jugando tan mal. Debe tener oculto en sus faldas el rosario del conde dijo Atilio con gravedad. Quedó Lewis perplejo, como si tomase en serio estas palabras. Después se ruborizó, con una corrección británica, al acordarse de los extraños adornos del rosario de su amigo.

Marqués dijo Toledo , la lady viene sola y necesita hablar con Su Alteza. Tiene algo importante que decirle. El príncipe y la enfermera ocuparon unos sillones de junco fuera de la casa, en una plazoleta rodeada de frondosos árboles. Una fuente reía bajo el desgrane de su perezoso surtidor. La luz verdosa reflejada por la arboleda hacía á lady Lewis más débil y exangüe.

Lewis cree que debe sentirse contento. ¡Día de sorpresas! Primeramente el conde, después el coronel, que le avisa la presencia de Lubimoff... Evita hablar de su sobrina; incorpora su tristeza á las tristezas de todos... La paz le ha sorprendido: ¿quién podía esperarla tan pronto, á continuación de la fase más angustiosa de la guerra?... El conde abandona su inmovilidad para hablar. Todo el mundo.

Anoche gané ochenta mil. Tu amigo Lewis estaba furioso. Cree que esto sólo les ocurre á las mujeres: ganar jugando á capricho, burlándose de las reglas. Adivinó ella en la mirada del príncipe su extrañeza por esta alegría después del llanto reciente. No puedo permanecer sola. ¡Los recuerdos!... Tal vez me has oído cantar mientras subías. Es una canción inglesa que cantaba mi hijo.

Ha llegado hasta el café con Lewis, que no puede separarse de él; ha dado su mano al príncipe como si lo hubiese visto el día antes, sin reparar en su uniforme ni en su mutilación. Permanece silencioso en su silla, pasándose una mano por la cabellera blanca y crespa, fijando sus ojos redondos, de fulgor nocturno, en la gente que circula en torno del «queso».

En sus conversaciones con el coronel único compañero de esta vida solitaria había evitado toda alusión á lo ocurrido en el castillo de Lewis. Don Marcos, por su parte, se mostraba de una discreción absoluta, como si tuviese olvidado el duelo y el extraño final que le había dado el príncipe; pero éste adivinaba en su silencio muchas cosas molestas para él.

Aquellos tres oficiales, con sus uniformes; el príncipe, con un traje de calle azul obscuro; el médico, vestido de viejo, como siempre; Lewis, con un gran sombrero de paja, sin el cual no podía andar por su castillo, ¡y él envuelto en su levitón solemne, que parecía asustar á los palomos refugiados en los aleros y los muros ruinosos!...

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