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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Y cuando, después de emocionantes fluctuaciones creciendo algunas veces su capital, como si fueran á realizarse sus esperanzas , acababa por perderlo todo, Lewis volvía á su refugio de la cumbre, llevando una existencia de cenobita, en espera de nuevos envíos, cada vez más espaciados y trabajosos.
Empecé como soldado de segunda clase; pero he hecho lo que he podido... Si fuese un asunto comercial, daría mi opinión: ¡pero en esto! Tal vez mi camarada... ¡Otro Martínez! Don Marcos olvidó al capitán del zapato de fieltro. Era el Lewis de la parte contraria. Toda su atención se concentró en el capitán de botas brillantes y junquillo juguetón.
Jamás le faltaba dinero para estos viajes misteriosos; sin duda su familia tenía interés en mantenerlo lejos. Tardaba en reaparecer tres meses ó cinco años; hasta que el público rumor hacía saber á Lewis que su amigo vivía en Cannes ó en Niza, y le enviaba carta tras carta, invitándolo á trasladarse á Monte-Carlo.
No se dignaba dar consejos á su amigo sobre el juego: su pensamiento estaba puesto en cosas de mayor alcance; pero Lewis se creía más seguro cuando, al levantar sus ojos, lo encontraba leyendo en un rincón. Estando él allí, siempre ganaba, ó á lo menos no perdía. Su presencia era suficiente para conjurar el poder nefasto de los infinitos enemigos que el inglés presentía en torno de la mesa.
Le bastaba recordar lo ocurrido en el castillo de Lewis, para ver cortados todos sus intentos de acción.
Se sintió empujado rudamente por una mujer con uniforme. Era Mary Lewis que corría, abriendo todo el amplio compás de sus piernas, para alcanzar al carruaje. Esta amazona del bien siempre llegaba á tiempo para encontrarse con el dolor. Lubimoff vió como se alejaba poco á poco el vehículo con su orla de gentío.
El castillo podía confundirse de lejos con una ruina abandonada. Lewis, perdida la esperanza de poderlo terminar, declaraba de buena fe que así era mejor, pues le evitaba el trabajo de adornarlo con ruinas artificiales.
Algunas veces había perdido Lewis mientras pasaba ocultamente las cuentas del diabólico rosario por debajo de la mesa; pero siempre perdía menos que cuando estaba privado del maravilloso talismán. El sólo quería acordarse de una tarde en que, ayudado por esta joya impúdica y sacrílega, llegó á ganar ochenta mil francos. Si la ganancia se cortó, fué por culpa del conde.
Al entrar en el Casino una tarde, husmeó el acontecimiento extraordinario. Las gentes hablaban, se pedían noticias, corrían todas á una misma mesa. El amigo Lewis pasó junto á él sin detenerse. Tenía que ocurrir.... No sabe jugar.... Lo esperaba. Un poco más allá le salió al paso Spadoni. Nunca ha querido oirme... Hace su capricho... no sigue un sistema. Ya ha rodado al suelo.
Mientras Lewis jugaba, el conde, sentado en un diván, leía plácidamente algún volumen, sin prestar atención á la curiosidad del público, que se fijaba en su gran cabellera blanca echada atrás, sus bigotes enormes y alborotados, sus ojos redondos, verdes y fosforescentes como los de un pajarraco nocturno. Castro sentía excitada su curiosidad por los libros del conde.
Palabra del Dia
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