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Pues aprovecha la ocasión, tonta... Pero anda lista, que es muy tarde. Y ella misma se levantó para tirar de la campanilla y dar a Kate las órdenes necesarias.

Temblando como una azorada, entró Kate, la doncella inglesa, a participarle lo ocurrido; pareció entonces azorarse mucho la dama, como si de nuevo la cogiese, y quiso a toda prisa avisar al marqués de Butrón lo que acontecía.

Justamente hoy he tenido carta... Por cierto que debe de ser una vieja rara... Kate se permitió interrumpir a las dos primas, preguntando si la señora condesa llevaría guantes blancos o negros. ¿Qué te parece, María? Los blancos irán bien... Me parece que caerán mejor los negros. Traiga usted un par de cada color y lo veremos.

Después, mientras le traía Kate el rico pañuelo de encajes y los guantes de piel de Suecia, buscó ella en una cajita un relicario de plata que contenía un lignum crucis; besólo con gran piedad, oprimiólo un instante contra su pecho, cerrando los ojos e inclinando la cabeza como si pidiese algo al cielo con grande ahínco, y guardóselo después en el bolsillo, como se hubiera guardado un amuleto que tuviese virtud para alejar cualquier daño o peligro.

Las once habían dado ya en el reloj del Grand Hôtel, y Kate, la doncella inglesa, prendía con dos largas agujas de oro en la cabeza de Currita la riquísima mantilla española de encajes con que se proponía la dama quitar la devoción a los pocos que la tuviesen, en las honras fúnebres del infortunado Luis XVI.

Tampoco: a nadie, a nadie... De nuevo volvió a insinuar Kate con mucha delicadeza: El señorito volverá hoy del colegio... ¡Es verdad!... ¡Pobre Paquito!... Y querrá ver a la señora... No, no... que se entretenga con Lilí... Mañana lo veré... ¡Tengo una jaqueca horrible!

En los asientos del centro, entre varias fiambreras, cajas y piezas de una pequeña tienda de campaña desarmada, iban Kate, la doncella inglesa de la condesa de Albornoz; Fritz, su lacayo prusiano, y Tom Sickles, su famoso cochero, que sin perder su flema inglesa miraba de cuando en cuando con inquietud las evoluciones no del todo diestras que imprimía al fogoso tiro la débil manecita de su ilustre dueña.

Pues por lo mismo compré yo ayer uno... Míralo, no es feo... ¿Quieres otro igual? Kate te lo traerá en un momento: lo compré en la Compagnie Lyormaise, ahí, a la vuelta de la esquina. La duquesa, ante la perspectiva de un abanico gratis, sintió aminorarse su prisa. Era un abanico muy bonito, de nácar quemado, muy oscuro, con país de seda negra.

Sin perder un punto de la suya, escribió Currita en un plieguecillo de papel timbrado las señas que venían en la carta; volvió a leerla por cuarta vez y la metió de nuevo en el sobre, tornando a pegar este con una poca de goma. Mantúvola un momento al calor de la chimenea, para dar tiempo a que se secase por completo, y arrejóla luego sobre su lindo escritorio. Entonces llamó a Kate.

Sintió frío y pidió a Kate un ligero abrigo en que se envolvió pensativa siempre y silenciosa... Seguía aquella luz alumbrando en su alma, y a su reflejo parecióle contemplarse a misma por fuera de misma, como debía de contemplarla el desconocido Pedro Fernández, sentada en aquel pescante al lado de Jacobo... Instintivamente miró a este, y por primera vez en la vida parecióle lo que no le había parecido nunca: le pareció un cómplice.