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Actualizado: 19 de julio de 2025
Ocurría la escena en un salón de los más chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratadísimo biombo del siglo pasado, pintado harto fantásticamente con paisajes inverosímiles: árboles picudos en fila que parecían lechugas, montañas semejantes a quesos de San Simón, nubarrones de hechura de panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al espectador.
Con estas disposiciones se forjaron tantas mentiras, y se formaron espedientes para acreditarlas. Los casos mas inverósimiles, los sucesos mas extraños, las declaraciones evidentemente falsas y absurdas, encontraban siempre testigos, y un escribano para certificarlas. El que quisiera recopilar estos embustes, formaria una obra voluminosa, y talvez divertida.
La condesa de Trevia estaba en aquel instante bellísima; porque sus ojos grandes, rasgados, se cerraban blandamente con la expresión de un placer celestial; porque sus mejillas de rosa, acariciadas por las blancas y carnosas hojas de la magnolia, brillaban y temblaban de gozo; porque sus cabellos castaños, sedosos, le caían con cierto desorden sobre la frente; porque inclinaba la cabeza dejando ver el principio de una espalda de alabastro; porque estaba empinada graciosamente sobre la punta de sus pies inverosímiles.
Hablador incansable, tenía siempre en sus labios historias inverosímiles que contarnos sobre sus aventuras en las cortes de Europa, en las que figuraban grandes señoras a quienes enseñó su arte.
Echado sobre el parapeto, se entretuvo también en la muda contemplación del río soberbio, de los botes que se balanceaban, de las toscas verdinegras que las aguas iban cubriendo poco a poco; de los pilluelos, desnudos de pie y pierna, que jugaban en la orilla con barquichuelos de papel... En cuchillas sobre la roca, con una larga caña guiaban la frágil armazón que, deslizábase como barco de verdad, hasta tanto el agua no comía su mal blindado casco; así, hacían regatas inverosímiles, distinguiéndose los botes rivales por medio de banderitas de color, enastadas en canutos de paja... En el jardín, correteaban los niños, haciendo de caballitos briosos, duros de boca, dando corcovos y coces... Quilito siguió andando, lastimado de ver reír a todos, y que la decoración de aquella tarde de invierno no estuviera en armonía, con las tristezas de su alma, ¿por qué no se nublaba el cielo? ¿por qué no se escondía el sol? ¿por qué las gentes no cantaban en coro la oración de agonizantes, si él iba a morir?
Viendo, ora la hechicera boca de su amada, que aparecía y desaparecía, ora un mar de olas inverosímiles, flotas a la vela, abordajes heroicos, armas y banderas extrañas, fuese quedando dormido. Un ratón salió de la cueva y otros le siguieron. El número se acrecentaba sin cesar y todos devoraban con desconfiada premura las migajas caídas en torno de la mesa.
Tras esto, que duró muchos días y fue el pasto sabroso de todas las mujeres y de todos los hombres frívolos de la corte, llegó la hora suprema; y vuelta a empezar los pobres chicos con nuevos catálogos de indumentaria, de piropos inverosímiles y de sensiblerías y finezas cursis: que si la novia así o del otro modo; que si pálida, que si pensativa; que si, con sus cabellos rubios y sus atavíos blancos, parecía una joya de oro entre copos de nieve; que si el Patriarca, que si los padrinos, que si las amigas, que si quince duques, y veinte marqueses, y treinta condes, y no sé cuántos destitulados, de comitiva; y si la fila de coches llegaba desde tal a cual parte, y si hubo entre ellos uno de palacio con las correspondientes damas; y quien, en el momento crítico, «vertió lágrimas furtivas»; quien se desmayó, o quien parecía arrobada en el más dulce de los éxtasis... ¡Hasta del novio se dijo que era «un varón, honra, prez y esperanza de su preclaro linaje»!
Gracias que la entrada de Segunda puso término a la situación; y lo mismo fue ver a Rubín que volarse, soltando por aquella boca sapos y culebras y echando la culpa de todo a su hermano y al tagarote inútil de don José Ido, el cual, viéndose insultado, a su parecer tan sin motivo, hacía contracciones casi inverosímiles con los músculos de la cara, juntando un ojo con la boca y encaramando el otro hasta la raíz del pelo. «Yo no sé lo que es decía , yo no sé lo que es; pero hoy no tengo la cabeza buena... Y conste que si entró fue porque quiso; que yo no le mandé entrar... y si la mata, sus razones tendrá, naturalmente... ¡Vaya con la señora esta qué genio gasta!, ¡y cómo me trata! ¿No sabe quién soy?
Sí, se repiten sacudió amargamente la cabeza. Todas las situaciones dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y se repiten.
Y despertaba en Ojeda el orgullo sexual que duerme en el fondo de todo hombre; la fatuidad masculina, que se considera irresistible con sólo una mirada o una palabra de femenil aprobación; la fe ciega en el propio valer, que acepta como naturales y lógicas todas las aproximaciones, por inverosímiles que sean.
Palabra del Dia
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