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Cuando llegue el padre Gracián, entras y si duermo, me despiertas.... Hoy no como. Pasada la hora de la siesta vino el padre Gracián. Era un mocetón de alta estatura, de treinta y ocho o cuarenta años de edad, moreno, los labios gruesos, la nariz aberenjenada, áspero el pellejo y curtido, como formado expresamente por Dios para resistir a los abrasadores climas del trópico y a los hielos polares.

Pues este lo llevaré también. Gracias. Vámonos, Sancho. Este nombre, aplicado al subdiácono, dio por un momento al padre Gracián cierta apariencia quijotesca. Pero no es aquel nombre capricho del narrador. Llamábase en efecto el subdiácono José Sancho; era natural de Palma de Mallorca, y tenía veinticuatro años de edad y siete de Compañía.

Lo que hay, en nuestra opinión, es un admirable conjunto de enrevesados conceptos y de sentenciosas agudezas, donde son de admirar la riqueza y primor de nuestro idioma, y la maestría y el talento del escritor que de él se vale, pero donde no acertamos a ver sino apotegmas de moral práctica, casi siempre tomados de antiguos escritores, y alguna vez de la observación perspicaz del mismo Gracián, que era, por cierto, un verdadero hombre de mundo.

Al decir esto, Cordero le miró atentamente, por sorprender en su cara el efecto que aquella declaración le causaba; pero la cara del jesuita no expresó nada. Era una cara de palo. Llevaremos el susto con paciencia dijo el Padre Gracián, ofreciendo al héroe un polvo, que por no ser de Manresa, aceptó gustoso D. Benigno.

Así, cuando llegaron al coro, donde Gracián estaba solo con su fortaleza, los bramidos de la plebe; cuando se oyó distintamente una voz que dijo por aquí; cuando las pisadas de los asesinos sonaron en las baldosas mismas del coro, Gracián no abandonó su recogida postura. Fue preciso, para hacerlo mover, que una mano descortés y ensangrentada le tocase en el hombro.

Pero la persona más digna de mención entre los que visitaban a la hermosa señora era un jesuita del colegio Imperial, llamado el padre Gracián, hombre de mucha piedad y oración. Decían algunos que de la amistad del buen religioso con Genara iba a salir la conversión de esta, o sea su entrada en las buenas vías católicas.

Estas artes de los sectarios no son nuevas: son tan antiguas como sus errores, y se hallan bien descubiertas y explicadas en el erudito libro: el Soldado Católico de FR. GERÓNIMO GRACIAN. En segundo lugar puede colocarse aquel sofisma, que llamó Aristóteles peticion de principio, y se comete quando se trae por prueba lo mismo que se disputa.

Ella, que no respetaba nada en el mundo, respetaba al clérigo por un sentimiento natural adquirido desde la cuna y, si se quiere, mamado con la leche. Ofreció una silla al Padre y otra al Hermano que acompañaba al Padre. No, no me siento dijo con áspera voz Gracián, blandiendo su sombrero de teja, como si fuera un montante para cortar cabezas ; nos vamos enseguida.

Gracián llegó al coro, y arrodillándose junto a la barandilla, oró en silencio, con las manos sobre los hierros y la frente en las coyunturas. ¿Se creía ya salvo y seguro? ¿Daba gracias o le pedía misericordia? ¿Le ofrecía su vida, aceptando gustoso su martirio, que ni buscaba ni rehuía para que fuese más meritorio? Imposible será sondear aquella alma en momentos de tanta turbación.

Pero si la apariencia y el rostro, el gesto reposado y la lengua muda son señales de un espíritu fuerte y sereno, Gracián tenía serenidad y fortaleza.